lunes, 19 de marzo de 2007

Lágrimas blancas

Por Javier Rosas

Pasmada ante aquella imagen. Palpitante de sexo, posesión y lujuria. Inerte del placer que ofrece un cuerpo casi desnudo, casi marchito, casi entregado. Nervio encendido impaciente por la llegada del orgasmo obligado, del éxtasis incubado, del delirio somnoliento.

Su presencia es absurda comparada con su ídolo de formas y curvas, su virgen delicadeza recorre filosamente las líneas culpables de su terror, su ansiedad, su tristeza. Llamada a ser la espera excitada, su mente transcurre en charcos de dolor y angustia pero llevan siempre, siempre sin excepción a la imaginación inimaginada, al himen puritano; al castigo placentero, al amor dado a su balbuceante prohibición.

Sorda de silencio la vela encendida que alumbra su magia es testigo fiel de su instinto desenfrenado, mientras el papel que egoísta dibuja su objeto negado, ríe carcajadas por saberse dueño de una piel soñada, de un órgano absorbible, de unas nalgas mordisqueables, de un alguien ignorante ante esa lacerante frustración.

Esculpida de saliva siente el eco sensual de un jaloneo incesante, que mermado por momentos deja entrever una espada vibrante llena de deseo y venas prodigiosas.

Poco a poco su cuerpo se ha contraído; la cintura se redujo notoriamente, el estómago desapareció sin decir nada; las piernas firmes, tensas de placer, galopan de arriba abajo sin saber cuál es su nombre, cuál es su objetivo; los ojos negros esclavos de aquella efigie han comenzado a rasgarse; las fauses agitadas ante la espera anhelada interceptan aire de donde es permitido.

Fatigada hasta la exacerbación, su testigo fiel derrama gotas de fuego, que implacables penetran la piel enardecida de quien llora una presencia, de quien suplica una caricia, de quien aclama una lujuria animal.

Su voz no tiene palabras, sólo conoce el lenguaje del jadeo, del gemido, del aullido. Sus dedos envenenados recorren impacientes el cofre tan terso que almacena la obsesión mojada, la eternidad bendecida, las lágrimas blancas.

Más allá de todo, aquí el universo es nada: nadie observa pero todos vigilan; todo corre pero nada anda; todos mueren pero ninguno nace; todo es complejo pero tan sencillo, que la fascinación más alta está en la idea.

Finos y pálidos sus pies masacran el piso gris porque aun sin quererlo forma parte ya de este rito de seducción.

La esencia de Dios recorre sin parar los caminos delirantes, corta todo a su paso con la navaja sutil que hiere al más indiferente, al más rebelde, al menos calcinado.
Fuente celestial, su salida es ovacionada por el incontenible temblor de un muslo fascinado, de un pie bellamente arqueado, de una mano sin fuerza y unas lágrimas blancas que derramadas fugazmente en el librero mutilado y en la piedra de vellos oscuros dejan escrita una página más de las susurrantes entregas nocturnas.