martes, 13 de marzo de 2007

El cumpleaños

Por Iván Carrillo

Las fiestas sorpresas siempre me gustaron, más aún cuando se trataba de mi propio cumpleaños. Claro que la palabra “sorpresa” no significa que siempre hayan sido agradables, pues todavía recuerdo la ocasión en la que mis amigos me regalaron un enorme pastel relleno con una hermosa bailarina.

Era una chica en verdad muy bella, como de tipo oriental, con los ojos rasgados y una nariz tan fina, que parecía de porcelana. Sus caderas apenas si se notaban, pero tenía una forma de bailar tan hipnotizante, que con sus movimientos lograba resaltar lo que a simple vista eran solo modestos atributos.

Sus brazos, el cuello y el talle, eran considerablemente delgados; sus piernas estaban bien torneadas, fiel reflejo de las horas dedicadas al baile. Las contorsiones y sus miradas hacían de aquel regalo algo inmejorable, ¿Qué más podría pedir un tipo en su fiesta de cumpleaños y despedida de soltero?

La noche avanzó serena, era como si las cosas pasaran en cámara lenta. Poco a poco mis amigos se retiraron, unos más ebrios que otros, pero yo seguía ahí sentado, con la mirada fija en aquella bailarina, en sus movimientos y en la mirada que ocasionalmente se cruzaba con la mía.

Yo debía casarme en dos días con Estefanía, mi novia de la universidad. Teníamos cuatro años de relación y una vez terminada la carrera, nuestro sueño era vivir juntos para siempre. Éramos la pareja ideal, los dos deportistas, buenos estudiantes, ahora flamantes arquitectos graduados a sus veinticinco años y con un futuro prominente.

La luna de miel la realizaríamos en Barcelona, un poco por necesidad y un tanto por gusto. Las becas para el posgrado nos ayudarían a llegar a Europa y una vez ahí, nos las ingeniaríamos para recorrer el viejo continente y comenzar a escribir nuestra historia como matrimonio.

Después de la fiesta con mis amigos, debía descansar un poco para estar listo a la hora de la comida. Estefanía había invitado a nuestros padres a comer por mi cumpleaños. La cita era en su casa y esa sería la última vez que nos veríamos antes del esperado día de nuestra unión.

Sin embargo eso ahora no me importaba, ver a la mujer oriental hacer infinidad de movimientos casi sin desplazarse, me tenía aturdido, era como si estuviera admirando a la bailarina de una cajita musical, pero ésta era de carne y hueso.

En varias ocasiones pasó por mi mente la idea de pararme, de ir junto a ella y tocar su piel, sentir la fragancia de su cabello, respirar su aliento y cobijarme con su mirada, pero su baile me tenía embelezado, estaba bajo su hechizo y no podía sino simplemente seguirla admirando.

Cuando me di cuenta ya ninguno de mis amigos estaba en el lugar, todos se habían marchado sin despedirse. ¿Me habrían notado tan interesado en la bailarina que prefirieron dejarme a solas? Por un momento me aterró la idea de que hablaran de más con Estefanía y le contaran los detalles de mi última velada como soltero.

Pese a las horas que llevaba bailando, la mujer oriental seguía tan fresca como cuando salió del pastel. La única diferencia eran sus ojos que ya casi no se abrían, más bien parecían hundidos, pero el resto de su cuerpo seguía increíblemente dispuesto, sin mostrar fatiga alguna.

Me hubiera encantado quedarme a verla toda la vida, pero la luz del día se había filtrado por las ventanas y el sol estaba en su punto más alto. Sin duda se me había hecho tarde y era momento de despedirme de la mujer de porcelana. Casi contra mi voluntad levanté la mano, moví un poco los dedos como despidiéndome y sólo entonces dejó de moverse.

Se agachó un instante y luego levantó un poco el mentón, se llevó la mano a los labios y me mandó un beso. Debo admitir que logró alterarme con ese detalle, sobre todo porque parecía que al lanzar su caricia al aire, ésta hubiera venido acompañada con una especie de polvo, tal vez talco o algo parecido.

Con dificultad me paré, estaba entumido por completo y me costaba trabajo caminar. Algo había pasado, el lugar estaba lleno de polvo, por todos lados había capas y capas de tierra fina. Seguramente mis desenfrenados amigos rompieron alguna maceta y la regaron por toda la sala.

Eso ya lo averiguaría después, ahora era momento de salir hacia casa de Estefanía, ya estaba tarde y no tenía tiempo ni de bañarme. Me sentía cansado, tanto que prefería caminar hasta la casa de mi prometida, pues no me creía capaz de poder conducir.

No sé cuánto tardé en llegar a casa de Estefanía, pues durante todo el camino sólo atiné a recordar los movimientos de la chica oriental y me preguntaba por qué no había sido capaz de acercarme a ella, de murmurarle al oído que quería estar con ella y sentirla junto a mi pecho.

Ya no había tiempo para pensar en el pasado, ahora estaba frente a la casa de Estefanía y era momento de entrar. Vaya que se había esmerado en los arreglos, mi futura mujer había hecho cambios radicales a su casa en poco tiempo, pero todos eran de buen gusto y con un toque de modernidad que, debo admitir, me sorprendió.

Al parecer no era tan tarde, aún no había nadie en la sala, pero la mesa ya estaba puesta. La vajilla de plata y las copas de cristal cortado con un poco de vino tinto. Los manteles inmaculados y sólo algunas flores en las esquinas del comedor. Así era el estilo de Estefanía, una combinación de elegancia y sobriedad que siempre me fascinó.

Al parecer los invitados estaban listos, se escuchaban algunos murmullos desde la cocina, sin duda mi prometida tenía preparada una sorpresa y no se la echaría a perder. Caminé hacia atrás con pasos cortos para no hacer ruido, para no tropezarme y poderme esconder en el rincón donde Estefanía acomodó una mesa con todas nuestras fotos.

Mientras seguía mi camino en reversa, no despegaba la mirada de la puerta, no quería que se abriera antes de poderme acomodar entre la pequeña mesa de cristal y la cortina del enorme ventanal que daba al jardín principal de la casa.

De pronto apareció Estefanía, la reconocí por la voz. Venía platicando con un hombre al cual no reconocí. ¿Quién sería aquel tipo y qué hacía en medio de mi fiesta sorpresa? Se suponía que sólo estarían mi novia, sus padres y los míos.

En fin, preferí mantenerme en mi guarida, tal vez Estefanía me compró algo y ese hombre era el encargado de hacer la entrega. De pronto todo quedó en silencio y decidí asomarme por un pequeño pliegue que había entre la cortina y la pared. Ahí estaba aquel hombre, tendría unos treinta años. Estaba en cuclillas y acomodaba un enorme arreglo foral. Yo tenía razón, era parte de mi sorpresa.

Volví a esconderme y nuevamente los tacones de mi prometida cruzaron por la sala. Sus pasos eran cortos, nada apresurados y hasta parecía que arrastraba un poco los pies. Llegó hasta el hombre y le dijo algo que no alcancé a escuchar. Durante unos segundos estuvieron murmurando, luego el hombre se puso de pie y movió una silla.

Estefanía lanzó un suspiro, se sentó y tomó una copa, lo sé porque chocó su anillo de compromiso con el cristal de la copa. Tosió un poco, trago saliva, jaló aire y entonces me di cuenta que sabía perfectamente que yo estaba detrás de la cortina, ¿Cómo me descubrió, será que eso fue lo que aquel hombre le susurro?

“Mi amor, sé que estás aquí, que nos acompañas y que nunca faltas a la celebración de tu cumpleaños. Esta vez tus papás no podrán venir, creo que tu madre se enfermó un poco y llamaron para avisar que se quedarían a reposar. Pero no te preocupes porque aquí estamos Gus y yo”.

¿Mi mamá enferma, pero si la vi ayer en la tarde y estaba muy bien? ¿Quién es Gus y dónde están los padres de Estefanía? Creo que es hora de salir de aquí para aclarar esta sorpresa, porque ya no me está justando.

Al salir de entre las cortinas, Gustavo pasó a un lado de la mesa donde estaban las fotografías y de pronto quedó petrificado. De reojo estaba viendo a un anciano que lo miraba desde la vitrina. Sintió que se congelaba pero fue volteando hasta quedar frente a frente con el viejo, un calvo de barba hasta el ombligo.

La mirada del anciano lo puso triste, tanto que casi echó a correr, sin embargo se contuvo cuando el anciano le señaló la mesita de cristal con la fotografías. Había una imagen de él con Estefanía. Era algo extraño, porque era una foto tomada la tarde anterior, cuando se despidieron para que Gustavo se fuera a su fiesta de cumpleaños y despedida de soltero con sus amigos.

El resto de las placas eran de Estefanía con un niño, un adolescente y… también con "Gus". De inmediato volteó a la mesa y vio a una mujer de pelo cano, con algunas arrugas en el rostro y mano temblorosa. Alzaba su copa y justo cuando Gustavo la vio a la cara, ella comenzó su brindis: “feliz cumpleaños, tu hijo y yo te recordamos con mucho cariño”.

El anciano aún imitaba sus movimientos y cuando quiso preguntarle quién era, vio el arreglo floral que había acomodado aquel joven y en el que se leía. “Gustavo Manriquez XXX aniversario luctuoso. Siempre te recordaremos: Estefanía y Gus”.

No hay comentarios.: