viernes, 20 de junio de 2008

Me niego a creerlo…

Por Miguel G. Galicia

Hoy nos avisaron que estás muerto… pero no lo creo; es más, Angélica tomó la llamada y no terminó de decirlo, pensé, no, ese cabrón está bien, seguro es otro. Fue en un accidente, nadie sabe con exactitud, del otro lado de la línea nos han dicho que el chofer se quedó dormido, pero ya haya una versión de que los impactaron por detrás; en la tele alguien dio la nota, tu nombre y el del otro compa que se fue al mismo tiempo que tú.

Me dolió la cabeza entonces y aún la siento pesada, como si fuera de un gigante y yo tuviera que cargar con ella. En la nota el corresponsal dijo que ya habían identificado tu cuerpo. Chale, sólo eso; qué frase más exacta, no te identificaron a ti, sino a eso que una vez te albergó, (orale cabrón no me andes albureando), es que sólo eso pudieron reconocer, el empaque y nada más; chale yo como muchos otros y otras, te identificamos desde donde estamos, como el wey desmadrosón, chambeador, pero pérame tantito, no creas que porque ya nostás techo flores, al contrario, si siempre que podías me cargabas la mano, pero qué tal wey, si o no te daba batalla. Si para cábula, cábula y medio.

Comí más a fuerza que de ganas, y me eché un taco a tu nombre, y al ratón jugaré una partida de cartas con mi mujer, y lo haremos en tu honor. Siento mucho tu suerte mi querido Moy, pero siento más la de Paty y la de tu Gala… Siempre lo he dicho duele mucho una muerte, pero duele más la ausencia del que se queda… y a nosotros nos dolerás mucho más, lo sé.

Y me pregunto, bueno, qué pedo, porqué se muere gente como tú, cabrón de una sola pieza, positivo, (chale no caeré en el juego fácil de sobarte el ego, pero bueno te lo dije en vida k…) cómo es que tú te mueres y otros hijos de su rechingada madre no… y entonces pienso que el mal, como lo concibo, esa entidad mitad negra, mitad gris, hirviente como averno portátil, acaba de ganar una batalla…

No mames a poco tu ciclo ya se acabó?, y luego?, a poco no había más proyectos para ti en ese plan maestro universal del que quiero pensar todos formamos parte, ya no hubo nada más que exprimirte?, y no tenías nada más qué dar?. Lo dudo.

Me niego a creerlo, y a creerte muerto. No, tu no estás muerto, no mientras te recordemos quienes te apreciamos cabrón…

PD:
Visité a tu página de fotos, te veo vital, con los tuyos, en tu medio, pero no te envidio. Tengo qué corregir, me entrometí y me siento así como un entrometido, una especie de fisgón; pero sólo lo hice para despedirme de ti de la única manera que puedo hacerlo ya, “vitualmente”. Te dejé un mensaje, sé que no lo leerás, ya no importa. es como mi palada de tierra.

Allí quedarás en imágenes, quién sabe cuanto tiempo, tal vez hasta que colapse el Internet, hasta el fin de los tiempos, cuando la Tierra sea destruida o los alienígenas habiten entre nosotros o alguien en un trabajo de historia indague que tú como otros millones de personas poblamos con nuestros recuerdos eso que no existe pero sí existe, como cuadro de Magrit. O quizás un día el administrador del portal diga el que no actualice su página de recuerdos será eliminado… entonces allí sí serás exterminado por ese semidios que habita en Silicon Valley, creo, muy parecido al otro, ese que, dicen todos no existe pero sí existe, que todo lo puede y todo lo ve, que un día como hoy, en la madrugada del viernes 20 de junio de 2008, decidió quitarte el aliento…

Descansa en pax Moy.

martes, 17 de junio de 2008

El ringtone

Hace tiempo que me cuesta trabajo recordar las cosas, las fechas importantes y hasta los nombres de mis mejores amigos, de mi familia. Sé lo que están pensando, pero no, no estoy enfermo, es tan solo que dejé en el olvido los ejercicios de la memoria y ahora me encuentro sumido en este pantano de incertidumbre.

Si acaso tengo breves destellos de lo que alguna vez fui e incluso creo tener conciencia de cuándo comenzó a crecer el hoyo negro que se tragó mis recuerdos. Estaba parado en el baño de la oficina orinando, como quien le confiesa algo al techo, mientras el agua expulsada de mis entrañas se colaba por los filtros de plástico que encierran una pastilla perfumada.

Hacía tanto frío que podía sentir el amarillento vapor rebotándome en la barbilla. Tenía los ojos cerrados cuando de pronto sonó el celular. No es posible que un ritual tan sagrado como vaciar los riñones se interrumpa por un vulgar ringtone, esos que acompañados por una intermitente vibración, hacen imposible ignorar el requerimiento del inconciente al otro lado de la línea.

Apretando los dientes, con el semblante endurecido y todavía con los ojos cerrados, intenté tomar con una mano el teléfono abrochado a mi cintura, mientras con la otra echaba las últimas bendiciones al inmaculado mueble blanco. Entonces vino la desgracia. El celular volvió a vibrar y me provocó tal cosquilleo que lo solté.

Aún no abría los ojos cuando por instinto me agaché a tratar de recoger el aparato del suelo, pero por coincidencias de la vida éste no estaba ahí, sino en la cuneta del orinal y me di cuenta porque justo en ese momento el ojo infrarrojo dejó de percibir mi figura y comenzó su descarga limpiadora justo cuando el celular emitía las últimas notas de su ahora ahogado ringtone.

Intenté rescatarlo de inmediato y tomar la llamada para reclamarle al imbécil del otro lado… “¡ves lo que hiciste idiota!”, me habría gustado gritarle, pero su mensaje no me dejó continuar.

“Escucha bien lo que te voy grsh grsh grsh vas a grsh grsh grsh, así que mejor no vayas a grsh grsh grsh, por que si no, ahí mismo te grsh grsh grsh. Y si pides grsh grsh grsh… te voy a grsh grsh grsh”.

De inmediato traté de mirar el identificador para ubicar el número de procedencia, pero solo alcancé a ver la pantalla electrónica manchándose de tinta y llevándose con ella toda la información vital en mi vida: el número de las pizzas, el servicio de taxis, mis amigos del club de dominó y hasta el de mi madre.

Ese fue el principio del fin. De pronto no tenía vida, no recordé el código de acceso a mi oficina ni a mi computadora y mucho menos la clave de la puerta del automóvil. ¿Cómo era el número secreto del cajero automático? ¿Cuál era la dirección de mi casa? Toda la información del GPS se fue por el caño.

No sé cuánto tiempo ha pasado, mi mente está en blanco. No sé mis dígitos del seguro social ni las palabras clave para abrir mis correos electrónicos, todo se desvaneció con el teléfono celular y aunque lo contemplo deseando que se tratara tan solo de un sueño, aún sigo ahí en el suelo, con las piernas en posición de flor de loto como abrazando a mi teléfono móvil, como esperando un milagro y que el ringtone vuelva a sonar.

La pantalla del moribundo sigue sin encenderse pero aún tiene línea; marco el número de emergencia pero antes de conectar la llamada, el teléfono suelta su tradicional tono de apagado “tun tun tun tun tuuun”.

No tengo vida, mi mundo acabó. Estoy encerrado en un baño velando el cuerpo inerte de mi memoria virtual y no me atrevo a salir, porque mi memoria está húmeda y ahora mis pantalones también.

Iván Carrillo

miércoles, 4 de junio de 2008

Carta de amor (con remitente conmovido)

Entre ella y yo hace tiempo que no existen secretos. Somos como esa especie de amantes en extinción que se entregan por completo en sus encuentros furtivos, porque saben que no hay nada seguro para la siguiente noche, porque entienden que el secreto de su pasión radica en la posibilidad, quizá remota, de volver a transpirar juntos.

Describirla resulta tan sencillo y complicado a la vez, tan elegante y vulgar, como decir que se trata del amor de mi vida y de la puta más fácil que me haya hecho suspirar. Hasta hoy no encuentro un momento de intensidad en mi pasado en el que no esté presente su esencia, la textura su piel y el agrio olor de su aliento.

Como en los romances épicos, el nuestro comenzó cuando descubrí que me espiaba, cuando la sentí observándome en cada una de mis juergas, esas que muchas veces terminaron entre botellas vacías y oídos saturados de tristes historias, relatos que hicieron llorar por lo absurdo de su contenido, más que por la sensibilidad de los detalles. Al final ella estaba ahí, comprensiva e indulgente.

También me siguió en los momentos de soledad, cuando los vacíos del alma se intentan llenar con flagelos lanzados por la voz interior y que se curan con escupitajos de la conciencia. Ahí estuvo ella, en silencio, al momento de entender que se trató tan solo de una estéril noche de insomnio.

Así creció lo nuestro, entre intercambios de murmullos, lunadas de placer y golpes en el rostro, en las rodillas, en la nuca y hasta en los genitales. Nos amamos tanto como para perdernos el respeto y recuperar el cariño al momento de estar mirándonos nuevamente, solos ella, yo y nuestro costal de recuerdos.

Después llegó la separación. Fue algo imprevisto. Juro que jamás lo pensé y que nunca tuve tiempo de confesarle mi partida. De pronto dejé de sentir su respiración resoplando en mi nuca, su saliva tibia resbalando por mi frente y sus ásperos dedos provocándome fantasías en cada esquina.

Me sentí culpable por abandonarla, pero también gocé estando lejos de ella. Sí, me dejé seducir por otros contoneos, me entregué a los placeres mundanos en otras aguas, pero su imagen, como antes, como siempre, estuvo ahí para recordarme que mis mejores momentos los viví con ella, sobre ella... dentro de ella.

Pasaron muchos años, seguro más de diez, cuando de pronto volví. No sabía qué iba a encontrar, ni siquiera imaginaba si al verme me abrazaría o me golpearía la nariz, como tantas veces, para cobrarse con sangre la cuota de la traición, del abandono.

Al llegar caminé con pasos cortos, como quien intenta reconstruir con la memoria los espacios que alguna vez le dieron forma a mi vida, la nuestra. Me deslicé entre las calles por las que tantas veces me vio reír, tropezar e incluso caer, pero de aquellos muros en donde tantas veces recargué mi frente para descasar, para pensar, para llorar, ya no queda nada.

De pronto me detuve frente a un edificio de espejos y observé mi reflejo borrándose mientras el sol ahogaba sus últimos rayos entre cerros con piel de asfalto.

Pensé que ella jamás me reconocería, pero de nuevo seguía mis pasos en silencio, sin reclamos. Ahí mismo, frente a la puerta de cristal, descubrí que no se vengaría con un puñetazo en el rostro y mucho menos con cruel indiferencia.

Esta vez fue implacable, porque me mostró que mientras mi silueta, anciana, cansada y encorvada, se perdía con el ocaso, la suya se levantaba más grande que nunca, fuerte, jovial y lista para ver partir a los ilusos amantes que algún día habrán de volver, vencedores o vencidos, pero viejos, con los recuerdos destiñendo sus cabellos y un letrero de “Bienvenidos a la ciudad del nuevo siglo”, envenenando su nostalgia.

Iván Carrillo