viernes, 25 de enero de 2008

Mi abuelo muere y desconfío de Dios...

Miguel G. Galicia
Nunca lo hago pero hoy es la excepción, repito un texto publicado en "Historias con SIC", pido un disculpa, pero creo que la razón me asiste.

Mi abuelo empezó a morir hace poco más de un mes, y como dice la canción Diciembre le gustó para largarse. Y no, no se confundan, no es que lo odie ni nada por el estilo, es que la relación con él siempre fue, ha sido, cómo decirlo, de franqueza, de camaredería al calor de unos tragos y unos coños compartidos (jajaja, no, cada quién el suyo).

Pero no fue liberal, más bien fue libertino, granuja o como dicen los clásicos un verdadero hijo de puta. Y miren que lo quiero mucho. ¿Contradictorio? na', lo que pasa es que cuando pienso en ese viejo, pienso en exceso (¿así se escribe?). Bebió y chupó hasta antes de su media muerte, fumó más que un recluso, siempre fue general de división, ¿cual?, la de los Galicia.

Suerte de chaman y espiritista, combinación de golpeador y pintor (de brocha gorda), mujeriego y mal perdedor.

Sufrió un infarto cereblal... y medio cuerpo se le murió de golpe. Es una lástima que haya sido tan hijo de la chingada durante toda su vida, porque si la vida o Dios o ese poder superior saben de justicia, deberá medio vivir el resto de su vida (que sabemos o nos hacemos a la idea en casa) que no será mucha.

¿Ya dije que fue padrote y que conoció a su hermano gracias a una desgracia?, pues sí, luego cuento más, sólo quiero decir que siendo él un mocoso, se enteró de que aquel murió en una gran quemazón en el mercado de la Merced... era bombero, capitán primero.

El nació en el barrio de Guerrero, cerca del mercado Martínez de la Torre y seguro morirá en el barrio del Centro —el escritor Armando Ramírez asegura que esa parte, la calle José Joaquín Herrera, es parte de Tepito, aunque el codigo postal dice que es Centro Histórico—, de esta su bienamada Ciudad de México.

Recorrió el mundo, su mundo. No el que todos conocen, donde volando puedes arribar a Paris o Japón o Australia, no, el inframundo el de los desposeídos, en el que uno tiene que matar o morir para subsistir, el de la prostitución, de la delincuencia, el del trabajo duro. Donde el alcohol en una buena tarde te llueve del cielo hasta formar ríos de pulque y semen; donde se compra piel y coños frescos por unas cuantas monedas.

Él, el último de mis abuelos vivos, de quien tomo mi apellido de batalla, pronto morirá, espero que no sea en semana santa, porque si nó, confirmará mi desconfianza de Dios, de la vida, el destino o como quiera se lleme ese pinche animal ponzoñoso que se autonombra poder superior, ¿por qué? ¿un hombre/diablo debería morir en dias santos?

Morir en semana santa sería un regalo para él, Adrian Galicia Saavedra (con doble a, decía pedo y sobrio), y lo que es mejor/peor lo reinvindicaría como un ser humano que vivió según sus aptitudes o entendederas y fuerza para sobrevivir durante más de 84 años. Las estadisticas decían que debía ser carne muerta no más allá de los 25.

Por ahora rindo homenaje a ese medio cuerpo que se le murió y que tiene que arrastrar un rato más. Ten paciencia abuelo, como bien dices, pronto te llegará tu fiestecita...

miércoles, 16 de enero de 2008

Las alturas

Las emociones fuertes siempre fueron el postre que endulzó mi vida. Aún recuerdo cuando me animé a conducir a toda velocidad por el sendero lleno de precipicios y mis venas hinchadas de alcohol. En aquel entonces muchos me percibieron como un romántico incomprendido, sin embargo ahora sé que se trataba tan solo de un idiota con espíritu de mártir.

Esa búsqueda constante por alcanzar el más allá de forma trágica, me llevó a probar mil fórmulas que fueron de lo simple a lo complejo e incluso a lo cínico, y es que jugar a ser el amante de la esposa de un militar no es algo muy sano. En más de una ocasión estuvieron a punto de atraparme, pero al final siempre logré escurrirme.

Fue esa adrenalina, la misma que te lleva a sentir como si el pecho se abriera para abortar al corazón, la que me instaló al borde de un abismo para saltar con una simple promesa de “no se siente nada” como seguro de vida.

Nunca necesité esperanzas para hacer mis locuras, pero ahora, atado por los tobillos, escuchaba a un desconocido reconfortando mis temores con su cántico de “no pasa nada hermano, cuando creas que estás por romperte la madre contra las rocas, la cuerda se convierte en tu pasaporte directo a la resurrección. Es toda una experiencia”.

Aquella mañana no tenía nada que probarle al mundo, ni siquiera a aquel extraño que me empujaba con su mirada burlona y esa sonrisa retadora que se lanza a los cobardes cuando se les tiene entre la espada y la pared. Sin pensarlo más abrí los brazos, flexioné las piernas y salté.

Fue curioso como toda mi vida, los momentos alegres y tristes, inundaron mi pupila para luego filtrarse en el torrente sanguíneo y recorrer todo mi cuerpo, antes de comenzar a evaporarse por mi piel. De pronto ya no veía nada ni escuchaba el silencio de la caída libre, pero el viento aún seguía con su furioso oleaje sobre mi rostro, chocando con mis mejillas y arrancando algunas lágrimas de mis ojos.

Aún hoy no sé qué pasó. Me encuentro en algún lugar elevado, pero no es la cima de la montaña, ni siquiera el risco en las faldas de la cordillera. La vista pareciera llegar hasta el infinito, pero solo hay un ligero vapor que brinda una sensación de misterio a ese rincón donde me encuentro, pero que no reconozco.

¿Estoy soñando o es esa pequeña laguna que se forma en los sentidos, cuando el corazón hace una pausa ante una fuerte emoción y convoca a todos los órganos a una reunión de emergencia, para decidir si ahí renuncian todos al mismo tiempo o se suman al derroche de adrenalina para ver en qué acaba la película que aún siguen registrando las pupilas?

Hay un pequeño golpeteo que me arranca de mi limbo reflexivo y poco a poco me ubica en un cuarto de paredes teñidas de azul pálido. Hay luces apuntando a mi cara, mangueras que me anclan a varios aparatos que brindan un espectáculo de luz y sonido que, según entiendo, mientras todas esas máquinas sigan con su fiesta, yo aún tengo alguna oportunidad de vida.

Estoy fuera de mi cuerpo y lo miro con una cierta dosis de incredulidad, ¿cómo fue que me separé de mi estuche? No lo sé, pero ahí estoy, en la cima de esa fría recámara viendo cómo mi piel está intacta, sin un solo rasguño e incluso mi rostro se muestra alegre, emocionado, como posando para una fotografía en una fiesta de cumpleaños.

Por primera vez siento miedo y quisiera bajarme ya de esta densa nube que me mantiene flotando por encima de la plancha de operaciones. Tengo un leve cosquilleo en el pecho mientras miro cómo un médico juega con mi corazón, como quien aprieta una almohadilla de tela para relajarse.

Ahora sé que le tengo miedo a las alturas, que nunca más volveré a separarme del piso y que la única cima en la que quiero mantenerme es esa que vomita el electrocardiograma y que en cada pico alto confirma que aún estoy vivo... ausente de mi cuerpo, pero vivo; flotando en las alturas de mis temores, pero con la esperanza de aterrizar para matar ese gusto por la adrenalina que ahora está por enviarme a las alturas del más allá.

lunes, 14 de enero de 2008

Karma

A él nunca le gustó mentir, ni siquiera para simular que alguien no era de su agrado.

Una vez, siendo todavía niño, disparó a una lata de cerveza con un rifle de municiones prestado por un vecino. Su puntería era tan mala que ni siquiera rozó el cilindro de aluminio, sino que el proyectil fue directo a un nido de jilgueros recién entretejido.

Sorprendido por el ruido del cañón, apenas si vio caer algunos trozos de cascaron y un par de plumas color amarillo. De inmediato salió corriendo del jardín y no paró hasta refugiarse debajo de su cama. Temblaba como todo asesino casual y tenía miedo hasta de asomarse por la ventana, pensaba que al hacerlo encontraría cientos de mirillas enfocándolo y listas para dispararle a la cara.

Pasaron minutos, tal vez horas, cuando por fin salió de su refugio. Lentamente, como quien intenta atravesar una habitación sin hacer ruido para no despertar a los durmientes, pasó ante el ventanal de la sala y desde ahí miró que afuera no había nadie, que en el jardín probablemente ni siquiera se habían percatado de que yacía el feto de un plumífero al lado del cadáver de su madre, mientras el jilguero macho contemplaba la escena, tal vez triste, desde la rama donde alguna vez construyó el nido.

Nadie supo jamás o por lo menos jamás le reclamaron por el incidente del nido, pero el cargo de conciencia era grande, tanto, que desde aquel día se paraba frente a la ventana para rendir tributo a sus víctimas con una lágrima, mientras el jilguero seguía posado sobre la misma rama.

La honestidad con la que rigió su vida le abrieron cientos de puertas y lo llevaron a conocer al amor de su vida, una mujer de lindas formas y rostro de porcelana, como moldeado a mano, suave, terso y con un fascinante contraste entre el verde de sus ojos y el rubor natural de sus mejillas.

Al verla en los pasillos de la biblioteca en la universidad quedó impresionado y ella lo notó, lo sintió e incluso lo aceptó, pues la fascinación con la que era observada por aquella mirada entre melancólica y enigmática, le indicó que aquel hombre podría ser el indicado para compartir la soledad propia de quien crece en un orfanato, no por haber perdido a sus padres, sino por el arrepentimiento de una pareja adolescente.

Las tardes se llenaron de conversaciones en las que compartieron infinidad de historias, muchas relacionadas con los quehaceres escolares, pero la mayoría sobre el pasado de ambos, incluida la del abandono en la casa cuna cuando ella apenas tenía dos días de nacida.

Jamás supo quiénes eran sus padres y con el paso del tiempo dejó de interesarle la información, pero lo que sí quería conocer eran los motivos que los llevaron a dejarla en una instancia de gobierno, como quien dona la ropa que ya no le sirve o devuelve un objeto perdido que se encontró por casualidad.

Una tarde de otoño, cuando ella cargaba en su vientre al hijo de ambos, la conversación volvió al punto del abandono de sus padres y lo diferente que habrían sido las cosas si en vez de dejarla en el orfanato, la hubiesen abandonado en un bote de basura o en algún terreno solitario, tal como lo hacían las parejas en una moda fúnebre que reportaban cotidianamente los diarios antes de su sección de sociales.

“Finalmente creo que hicieron lo correcto, aunque no sé si fue por temor a cargar en su conciencia con la muerte de un ser al que crearon, pero que se negaron a conocer. ¿Qué se sentirá matar? ¿Alguna vez has matado?”.

Él, aunque acostumbrado a la verdad, pensó unos instantes, reflexionó y en seguida negó con la cabeza, la abrazó y le dijo al oído que jamás podría vivir con una carga de ese tamaño. Luego se despidieron con un beso y esa fue la última vez que se vieron, que se tocaron, que se sintieron.

Al otro día, justo en la ventana de la sala, ahí estaba él, con la mirada triste y las lágrimas que nublaban la vista hacia el jardín. El jilguero ya no estaba en la rama del viejo árbol y entre sus manos retorcía una y otra vez el periódico abierto antes de la sección de sociales.

“La mujer, quien se encontraba embarazada, murió al impactar su vehículo contra un árbol. Según los primeros reportes de los peritos, un ave se estrelló en el parabrisas y provocó que la conductora perdiera el control y se impactara de frente contra el único tronco del camellón central”.