jueves, 22 de marzo de 2007

Malena

Por Iván Carrillo

Casi no la reconocí cuando entró al edificio. Habían pasado siete u ocho años desde la última vez que la vi acompañada de su esposo y dos de sus tres hijos. Morena de ojos grandes y cabello rizado que apenas si le tocaba los hombros, Malena siempre se hacía notar por su amplia sonrisa que mostraba a la menor provocación.

Mi más antiguo recuerdo de ella se remonta a un soleado fin de semana en que me desperté con las mañanitas interpretadas por un mariachi. La tempranera serenata se desarrollaba en el piso de arriba, pero sonaban con tanta potencia que parecían estar en mi propia puerta y, peor aún, el trompetista rompía mis oídos con tal fuerza que llegué a buscarlo debajo de la almohada.

Eran los quince años de Magdalena, Malena pa los cuates, y abrí la puerta para ver bajar a los mariachis, pues cuando uno tiene 10 años, los trajes de los músicos son un enigmático atractivo, ¿Cómo le hacen para tener una panza tan grande con unas piernas tan delgadas? Aún hoy, cuando mi abdomen es como de músico de José Alfredo Jiménez, no logro descubrir la respuesta, digo, si se trata de ser gordo, hay que serlo parejo.

Después de los mariachis pasaron los padres de Malena, sonrientes como pocas veces y atrás la cumpleañera enfundada en un traje blanco con una crinolina que apenas si le permitía avanzar por el estrecho pasillo. Los guantes del mismo color ocultaban sus grandes manos de largos y delgados dedos. Ella nunca lo supo, pero protagonizó varias de mis fantasías de adolescente.

El siguiente recuerdo de Malena es con otro vestido blanco, pero no uno de quince años ni de primera comunión, sino de bodas. Sí carajo, se me adelanto el “güero”, un tipo de la unidad vecina que se dedicaba a la compraventa de automóviles y al cual envidiaba como a nadie, pues además de casarse con uno de mis sueños juveniles, conducía un Ford Mustang Match 1, otra de mis precoces fantasías.

Pasaron un par de años antes de volverme a cruzar con la sonrisa de Malena, la cual se había hecho más radiante desde que cargaba en sus brazos a una rubiecita de regordetas piernas y rizos como los de la niña del cuento. El marido seguía caminando con sus ínfulas prepotentes, pero eran mera pose, ya que el “güero” también mostraba su rostro amable ante la gente conocida.

Después llegó un niño, no tan bien parecido como la hermanita, pero sí con el suficiente carisma como para que el padre caminara como gorila que regresa triunfante de la batalla y con la hembra quitándole los piojos. Así se veían Malena, su mareado y los dos frutos de aquella relación.

Ya habían pasado varios años desde mi último encuentro fantasioso con Malena cuando la volví a ver embarazada… “pinche güero, que ya la deje respirar”, pensé mientras mi ex vecina me regalaba una vez más su sonrisa de comercial.

Un buen día, mientras regresaba de la universidad, me la encontré a la entrada del edificio con sus tres niños, bueno, sus ya casi adolescentes y el peque detrás de ella. Se detuvo y me dijo que aprovechaba para despedirse, pues se mudaba de la Ciudad de México a Irapuato. “Pusimos un restaurante por allá y tenemos que atenderlo, pero de vez en cuando vendremos a saludar a la familia y los amigos, así que más bien se trata de un hasta pronto”.

¿Qué se hace en estos casos? ¿Se dice qué pena o mucho gusto? En ese momento fui políticamente correcto y opté por la segunda opción, aunque el hecho de saber lejos a la sonrisa que marcó mi juventud, me provocaba una inmensa y profunda pena… pinche “güero”, primero se la llevaba del vecindario y ahora de la ciudad.

Dos días después de aquella despedida pasó muy de prisa su hermana. Llevaba unas gafas de sol y caminaba forzando sus amplias caderas al máximo. Pensé que una vez más el marido la habría golpeado en una de sus borracheras y que los cristales oscuros eran para ocultar alguna huella del peaje marital.

Cuando llegué a casa mi madre estaba seria, algo raro en ella. ¿Ya supiste? Me preguntó con ese peculiar acento que utilizan las personas cuando van a dar pésimas noticias y tratan de allanar el camino como para que uno tome las debidas precauciones emocionales.

Malena, hizo una pausa para jalar aire y no llorar, tuvo un accidente en la carretera. Su marido y dos de sus niños se mataron, pero ella y el más chiquito están muy graves en el hospital, quién sabe si la vayan a librar.

La noticia inició de manera estruendosa, pero poco a poco comenzó a perderse como el eco en un túnel. De pronto veía a mi madre pero no la escuchaba. Ella movía los labios pero en mi mente solo aparecía la imagen de Malena con su sonrisa de enjuague bucal.

Aquella tarde los recuerdos de Malena y su familia estuvieron dando vueltas en mi cabeza una y otra vez. Su vida pasaba a gran velocidad por mi mente y se ponían como en cámara lenta cuando llegaba al momento de aquella despedida. Su marido al frente solo me miraba sonriente y de reojo. La niña más grande ni volteó siquiera, mientras que los niños se limitaron a despedirse con la mano.

Dos días después una de las vecinas fue la encargada de ponerme al tanto de los últimos informes. “Malena está fuera de peligro pero todavía no puede salir del hospital. Su mamá no sabe qué hacer, pues el niño chiquito también murió y lo van a sepultar mañana. ¿Será mejor que no le digan nada o que traten de llevarla al sepelio?”.

No sé que me pareció más irreal, si la historia que estaba padeciendo Malena o la pregunta de mi vecina. ¿Estaría en sus cabales para decirle adiós al último vestigio de lo que hasta hace unas horas había sido su familia completa? Yo supliqué que no, pedí que el cielo se hubiese llevado su memoria para que no sufriera más, si es que eso era posible.

Pasaron seis meses cuando volví a saber de ella. Mi hermana me contó que solo le habían quedado unas pequeñas cicatrices en las cejas y que casi no se le notaban, que quien no la conociera, pensaría que no le había pasado nada, pues físicamente no había ninguna huella de aquella pesadilla.

Sin embargo los rastros internos, los del alma, esos eran enormes y confusos a la vez. Al principio pensé que eran invenciones de los vecinos, que como deporte critican a todo el mundo, pues cómo iba a ser posible que Malena ya tuviera pareja y que encima fuera un borrachín con fama de golpeador que ya había pasado por más de dos chicas de la colonia.

Casi no la reconocí cuando entró al edificio. Su sonrisa estaba ahí como siempre, pero se notaba más como un tic que como un reflejo de simpatía. Si mirada estaba muy lejos, no sé si en los recuerdos de la familia que tenía, en el momento del accidente o en el futuro que se hizo añicos a la mitad de aquel camino entre los sueños y su peor pesadilla.

¿Qué pena o mucho gusto? No supe si hacer referencia al dolor que sentí desde que me enteré de la tragedia o en el gusto que me daba poder verla una vez más. Para no cometer errores opté por otra, “Hola Malena, ¿cómo estás?”. Sí, lo sé, fue más estúpido que las primeras dos opciones, pero desde que sus ojos se cristalizaron al verme, dejé de pensar.

Nos sentamos en la vieja banca a la entrada del edificio y me desconcertó su sonrisa al preguntarme cómo me iba. No profundicé mucho y ella tampoco me lo permitió. Comenzó a relatarme que se dedicaba a vender comida por kilo, diferentes guisados en bolsas para llevar, un negocio que comenzaba a volverse popular, no porque Malena cocinará muy bien, sino porque muchas de las señoras de la colonia habían comenzado a trabajar.

Pude haber dejado que me relatara cómo era su nueva vida, pero no me resigné a su presente con un bueno para nada. ¿Por qué él Malena?, le pregunté sin pudor alguno. Suspiró profundamente y sonrió como aliviada. “Porque cuando se vaya, si lo hace, no lo extrañaré. Cuando está sobrio podemos platicar y a veces hasta tenemos algo de sexo, pero cuando se va no siento sus ausencias.

“Sus besos, sus caricias, me reconfortan lo suficiente para sentir que estoy respirando, pero cuando no llega a dormir no me atormento. Cuando pasan los días y no vuelve a casa, no me dan ganas de llorar ni me pongo triste. Cuando grita incluso me recuerda que estoy viva y que no soy una fotografía más en la pared. Te puedo decir que es un dolor que no voy a sufrir y es una esperanza que no me hará soñar”.

miércoles, 21 de marzo de 2007

El comienzo de mi vida

El día pintaba para que lo pasara de nuevo de forma solitaria. Ya el día lunes, había estado todo el día en casa pensando constantemente qué generaba mi depresión. La microcirugía que me extirpó mi lunar el día viernes pasado, realmente no ameritaba que no asistiera a trabajar el lunes. Sin embargo, debido al estado depresivo en el que me siento, y la situación tan incómoda que me provoca la oficina me llevó a decidir faltar al trabajo. Debido a que jamás falto y a que realmente traigo una gasa que cubre el sitio en el que estaba mi lunar, fue fácil quedarse en casa bajo esa excusa.

Estar en casa me hacía sentir muy bien anímicamente. Desperté, preparé el desayuno a mi esposa, eché ropa a la lavadora e inclusive hice un poco de bicicleta. Sudar un rato me hizo sentirme muy cómodo y feliz de estar en casa. Tremendamente cómodo. Me sentía en la independencia total. Esa que tanto anhelo mientras estoy en la oficina encerrado, sin poderme salir pero sin grandes cosas que me ocupen en mi labor diaria. Constantemente platico con Betty, una compañera en la oficina —Híjole, tantas cosas que tengo que hacer y estoy aquí encerrado todo el tiempo—.

El desgaste es tal que muchas veces hay que salir de no hacer nada en todo el día y salir disparado a la seis de la tarde, para que no te cierren la tintorería, para ir al súper, para ir al doctor, para llegar a lavar y alcanzar un poco de luz del sol, para hacer muchas, muchas cosas. Me siento como un perro que está en un jardín grande, grande, en el que podría saltar, jugar, correr, brincar pero con un pequeño y gran problema: tiene una cadena en su cuello que solo lo deja mover unos metros. Esa es la sensación que me invade a diario.

Terminé de hacer ejercicio y me metí a bañar. Terminé y a las once de la mañana mi casa lucía preciosa. Los vientos que han azotado a la ciudad estos días han dado a los rayos del sol una luz brillante, encendida y casi desconocida para quienes habitamos una ciudad con un aire tan sucio prácticamente todos los días del año. La luz resaltaba el color de las plantas en el pasillo y en la ventana del departamento. Los colores de mi casa se mezclaban en una sinfonía exquisita para la vista. El beige, la arcilla y el verde de las plantas me transmitían una paz inmensa. Estaba muy feliz en casa. Muy feliz, como todos los días en los que estoy ahí en compañía de mi esposa.

Desayuné un poco de fruta y me dirigí a mi estudio para comenzar a trabajar en la edición de un video que aún no termino. Trabajé muy inspirado e inclusive pude entender muchas herramientas del software que antes no entendía. Al mismo tiempo me conecté a Internet y pronto comencé conversaciones por chat con más de trece personas. Luego sonó el teléfono de casa, y casi al mismo tiempo el celular. Es difícil atender tantas conversaciones al mismo tiempo con tantas personas y saber de qué están hablando cada una de ellas.

Finalmente el nudo de atención se va deshaciendo y poco a poco entablo un diálogo con todos y al mismo tiempo trabajo. Es como si mi cerebro fuera abriendo cada vez más canales por los que fluye una u otra información. Podría decir que mi cerebro en ese momento es de banda ancha. La maquinaria cerebral se va aceitando. Funciona cada vez mejor. Las ideas fluyen más rápido que lo que mis dedos pueden teclear. Con las teclas formo mensajes que arranco de mi cerebro y pego en una ventana de diálogo con las personas allegadas a mi. Por si esto no bastase, mi teléfono celular timbra indicándome que hay tres mensajes de texto de distintas personas. Casi al mismo tiempo escribo una a una las respuestas en el teléfono, y por otro lado, la pantalla de la computadora me indica con un parpadeo que ya más de siete personas están esperando mi mensaje y que las otras seis están escribiendo un mensaje.

Pero ¿cómo es posible? Estoy solo en casa y realmente no estoy solo. Es más, no puedo atender a toda la gente con el centralismo que yo quisiera. La pantalla parpadea, el ruido del tecleado al ser golpeado por mis dedos inunda el estudio. El teléfono de cuando en cuando vibra y, celoso, me pide a gritos que mis dedos pronto escriban un mensaje de texto.

Me siento aturdido por tanta plática. Uno de los mensajes de texto es de mi hermana Rosy. Tengo ya tres semanas de no verla y preocupada por mi salud, me avisa que irá a verme. A la una y media de la tarde recibo un mensaje al celular: YA LLUGDE... Así lo escribió. Quizá por caminar y escribir el mensaje no era claro pero por supuesto entendí que estaba ya abajo en la puerta. Asomé por la ventana pero no vi nada y unos golpes en la puerta me indicaron que alguien le había abierto la puerta de acceso al edificio.

No es porque sea mi hermana pero cuando abrí miré a una mujer preciosa. Pantalón negro y un saco y blusa roja que resaltan su cabellera rubia. Y una enorme sonrisa le iluminaba su rostro. Se acercó de inmediato a mi y sin mediar palabra me dio un abrazo largo. Miró mi herida y su eterno y cariñoso: Marrana Marrana. Toda mi etapa adolescente fui molestado por ella pues me decía que estaba gordo y que parecía una marrana parada.

Con los años —pero por desgracia el tiempo le dio la razón— esa frase la utiliza para saludarme cariñosamente. En ocasiones y cuando estoy en reuniones en la oficina o en asuntos que requieren de mi seriedad, entran mensajes a mi teléfono que no dicen nada más que: Marrana Marrana... La risa explota delante de cualquier persona, así sea mi jefa o quien sea, me río. En ocasiones es el único mensaje que recibo de ella al día pero no pasa un día sin que lo reciba. En defensa propia le contesto: Marrana, marrana...mi hermana...la Rosa... Esas frases se han convertido en parte de nuestro saludo.

Eran casi las dos de la tarde cuando llegó a casa. Pronto comenzamos una plática llena de trivialidades sobre si había o no tráfico, si hacía o no calor. Sin darnos cuenta llega la hora en que mi esposa está de regreso a casa porque va a comer conmigo. Tanto lunes como el martes regresó a comer a casa. Dado que recibiremos nuestro sueldo en julio o agosto hemos decidido hacer de comer en casa, aunque eso implique gastar un poco más en gasolina.


Escuché pronto como las llaves se insertaban en la chapa de la puerta. Me levanté y me acerqué para abrirle. Cuando lo hice le dije a Nagtchelli: “Espera hay una mujer conmigo en casa....” Su semblante cambió y se puso seria. Abrí de par en par para que observara hacia el interior y mi hermana hasta se acomodó muy seria en el sillón. Cuando Nagtchelli vio quien era hasta suspiró —Ay...yo dije ¿quién es?...Ambas se rieron.

Comimos y platicamos de cómo estamos en el trabajo los tres. Cada uno expusimos cómo nos sentimos y tanto mi hermana como mi esposa —desde hace unos días ya— notaron mi estado depresivo. Sin embargo me sentía muy contento el día de ayer, en casa, en compañía de mi hermana y de mi esposa. Pronto llegó la hora en la que debía regresar al trabajo Nagtchelli y volvimos a quedarnos solos. Me ayudó a recoger y a barrer mientras yo lavé los trastes, claro, al mismo tiempo platicábamos de toda nuestra familia: los problemas de mi papá, de mamá, de mis hermanos y mis cuñados. No faltó uno solo. A todos los mencionamos.

El viento movía las copas de los árboles y las ramas golpeaban la ventana de casa. Pronto se acabaron las labores del hogar y le mostré todo aquello en lo que estaba trabajando. Le gustó mucho. A nadie, fuera de mi esposa, le había mostrado la fototeca familiar que tengo almacenada en mi computadora. ¿Qué sensación le habré despertado para contarme toda esa historia?

En la carpeta de Mis Documentos, he hecho una fototeca para cada uno de mis hermanos. Así, tengo una carpeta de archivos para Samuel, Norma, Rosy, la propia, Alberto y Gabriel. Ahora que la familia ha crecido tengo otra para cada familia integrada. Cuando entré a la carpeta de Rosy Linares desplegó una gama de fotos desde que ella tenía cuatro años. —Aaaaaaaaaay....esa foto....estaba yo bien chiquita— Se hizo un breve silencio y su mente viajó....Viajó a mis orígenes....A mi historia en este mundo. Me remonté hasta el vientre materno mientras clavaba mi vista en los ojos de Rosy.

Mamá con seis meses de embarazo camina cerca del centro comercial Plaza Satélite con mi hermana de cuatro años de edad. Mi hermana luce así, justo como en la fotografía: delgadita y un cabello negro con corte redondo. Mamá camina a toda prisa con los pantalones de pana dentro de las botas. Casi arrastra a Rosita mientras le dice: —¿Ya ves? Tú tanto que quieres a tu papá y mira él no te quiere— Rosy hace una cara de incredulidad. No termina de creer lo que está escuchando de boca de su madre. Solo mueve la cabeza diciendo que no como queriendo sacudirse esa pesada loza —No es cierto mi papito si me quiere— reclama a mamá —Pues ya ves que no. Ahorita vas a ver— le responde muy enojada mamá. Caminan más aprisa por entre los carros estacionados afuera del centro comercial.

—Tu papá está ahorita con tu otra mamá. Ahora los vamos a ver— ¿Qué pasaba por la mente de mamá? ¿Por qué llevar de la mano a —en ese entonces— la mas pequeña de su hija? ¿Por qué ir con poco más de seis meses de embarazo a encontrar a papá? ¿Por qué exponerse a abordar el transporte público en ese estado físico?

Los recuerdos de mi hermana no llegan a más. Solo se recuerda muy triste en el estacionamiento del centro comercial y después se ubica en el camión que la lleva de regreso a casa en compañía de mi madre. Parece que la veo sentada en el camión jugando con una muñeca de trapo mientras mi madre mira hacia la ventana hundida en sus pensamientos. Pronto llegan a casa y Rosita juega con mis dos hermanos que aún no conozco. Samy y Norma reciben a mamá con cariño y Rosita no sabe cómo contárselo a sus hermanos. Mientras yo en el vientre materno incomodo a mi madre con algunos movimientos.

La noche llega sin anunciarse y pronto se escucha a mi padre levantar la cortina del garage en el que estacionará el volkswagen 74. Mi padre sube de nuevo al coche y entra a casa. Desciende para bajar la cortina y su sorpresa es mayúscula cuando al girar mi madre está frente a él. Su rostro está desencajado y está profundamente enojada. En las manos tiene algo que yo me empeño en no mirar. Desde el vientre materno las miro apuntando hacia mi. Mi madre tiene unas tijeras en sus manos y amenaza a papá: —Dime que andas con otra porque sino ahora mismo me mato y mato a mi bebé—

¿Cómo me sentiría en el vientre de mamá? ¿Hay alguna conexión entre la emoción de mamá durante su embarazo de mi y lo que pude o no pude desarrollar después? Yo creo que sí ¿Es por eso que a veces tiendo a ser depresivo? ¿Será por eso?

Las manos de mamá apuntan hacia su vientre. Quizá en ese momento yo estaba dormido o flotando en mi líquido feliz de llegar a este mundo ya en pocas semanas. O quizá, lloro mientras observo el filo de ese objeto apuntando hacia mí. Veo la muerte tan cerca. ¡Apenas tengo seis meses! ¡Déjenme ver cómo es la vida allá afuera aunque sea un momento! ¡Déjenme llenar de aire mis pulmones aunque sea unos segundos!. Ahora veo que mi padre se enfada y toma a mi madre de las manos. Le arrebata las tijeras y la toma por los cabellos.

Su vientre retumba —¿Qué sucede allá afuera? ¿Por qué tanto ruido allá arriba?— La escena y los ruidos que mira Rosy son muy distintos. Sostiene a su muñeca desde las trenzas que tanto que le gusta peinar y sus mejillas arrojan unas lágrimas que alcanzan su pecho. Mi padre toma de los cabellos a mamá y la azota contra el muro muchas veces. La sangre escurre por el rostro de mamá y mis hermanos Norma y Samy al ver la escena corren a morder y a patear las piernas de papá. Samy patea y muerde la pierna izquierda y Norma muerde el brazo que golpea a mamá.

Rosy no recuerda más. Con el rostro empapado en lágrimas corre a la recámara y huye a su escondite, aquel que siempre se hace presente cuando se siente vulnerable o en peligro.

Entra veloz a la habitación y se mete debajo de la cama. Ahí se queda mientras su vista le ofrece cuatro pares de pies que se mueven agitadamente hasta que todo queda en calma y solo el llanto de mamá se escucha por toda la casa. Mis hermanos mayores de —en ese entonces de seis y cinco años— abrazan a mamá y le limpian sus heridas.

Desde adentro no escucho nada. Solo sé que mamá se siente muy triste y yo también porque quiso asesinarme. ¿Influirá todo esto en mi personalidad? En vida he visto solo una vez a papá golpear a mi madre y casi me lo como de puro odio. Mientras escribo estas líneas mis manos tiemblan al recordar una escena que viví desde el vientre materno, aquel que me había protegido durante casi siete meses. Quizás haya pensado ¿Así será el mundo? ¿Por qué papá golpea a mamá? ¿No soy fruto de su amor?

Rosy termina de contarme sus recuerdos mientras observamos su foto. Su rostro se ha vuelto triste, muy, muy triste. De hecho lloro mientras me lo cuenta. Nunca mis padres se atrevieron a contarme esto. Quizá para evitarme la pena de sentir lo que siento ahora. Aterrizamos 30 años después y la tristeza ha inundado mi estudio. Sus garras nos han alcanzado y cuando termina la historia un silencio se apodera del ambiente. Fue tan fuerte que sacó cualquier ruido en metros a la redonda.

Termina y una lágrima escurre por su mejilla. Nos miramos y nos brindamos una sonrisa mutua. Una sonrisa de apoyo, de nostalgia, de infelicidad, de respeto y de admiración por lo que hemos hecho de nuestras vidas a pesar del desamor de nuestros padres.

Concluimos que con los años esa sería nuestra cruz: cuidar, desde pequeños, que mis padres no se maten un día de estos. Que no acaben con sus vidas físicas pues las emocionales murieron desde el día de la boda de mamá. —Carajo, si apenas trabajaba en una audiovisual familiar que presentaría a mis padres— le dije a Rosy. Durante la noche pensé ¿No me habrán arrancado algo desde pequeño? ¿No habrán arrancado la idea de que el amor nos mueve a todo y contra todos? ¿No habré desarrollado inseguridad por esas cuestiones? No sé cuántas de estas preguntas tengan una respuesta certera y ni siquiera sé si todo haya tenido una implicación. Lo que sí sé es que fue una mala bienvenida a este mundo. Quizá, sin saberlo, ya nací triste.

Con respecto a mis padres...No pueden quejarse de sus hijos pues no hay uno solo que haya sido malo. Crearon hijos con características poco parecidas a las suyas. A pesar de las dificultades y de las adversidades de todo tipo que vivimos siendo niños y aun adultos, nos hemos desenvuelto hasta ser realmente buenos en la profesión que desempeñamos, además de ser buenas personas con nuestras parejas en todos los sentidos de la vida.

Eso es lo que concluyo de la plática con mi hermana y de observar su belleza empañada por la tristeza. Debo agradecer a Dios por convertirnos en lo que somos. Pero sobre todo debo darle las gracias a ellos...

Gracias a cada uno de ustedes por ser un cincel en la escultura de mi carácter.

Con todo cariño, amor y admiración para mis hermanos: Samy, Norma, Rosy, Alberto y Gabriel....Los quiero mucho...su hermano Eduardo.

lunes, 19 de marzo de 2007

El encierro

Por Iván Carrillo

Llevo varios días encerrado en este cuarto y no logro entender por qué no puedo salir de él. No escucho ruidos y afuera la vida parece inmóvil, como si alguien le hubiese puesto pausa al estruendo cotidiano de una ciudad en agonía que se niega a recibir la extremaunción del cataclismo.

Ellos me torturan cada ocho horas, quieren exprimirme una verdad que no conozco, que ni siquiera sospecho, pero que me exigen aceptar para que todo termine y podamos seguir nuestras vidas rutinarias en donde los únicos que destacan son los muertos que se burlan de los vivos y castigan a los moribundos como yo.

Si les digo lo que creen que sé, podría tener una oportunidad de no ser hostigado un minuto más, pero el simple hecho de saberme derrotado por su cerrazón, me impide concentrarme para escupir los argumentos que desean oír antes de que suene el silbato para el cambio de guardia.

Recuerdo que estaba dormido y de pronto se escucharon voces, tal vez gritos y un estallido en la puerta. Sentí sus pisadas apresuradas recorriendo la casa y buscándome en cada rincón, detrás de las cortinas y hasta en el escusado. ¿Podría haber escapado por ahí?

Nunca lo pensé y tal vez ni siquiera habría valido la pena, pues mi cuerpo no me responde, está hecho nudo dentro de la lavadora y no sé si resistiré hasta llegar al periodo de secado. Todavía estoy en el remojado extra cuando un puño se enreda en mis cabellos y me saca de un solo tiro. Al fin me descubrieron.

Tú sabes dónde está el siquiatra del Instituto, siempre lo has sabido, así que la situación es simple: lo aceptas, te creemos, nosotros seguimos con nuestras vidas y tú con el mismo futuro designado para ti desde que decidiste aniquilar al doctor. ¿Por qué lo hiciste? ¿Cómo ocurrió? ¿Desde cuándo descubriste que querías desaparecerlo?

No entiendo a estos tipos, ¿Qué doctor? ¿Quién lo desapareció? ¿Por qué es tan importante? Alguien aquí está loco y nos va a enloquecer a los demás. Cierro los ojos para ver si en la memoria hay alguna pista que me ayude a salir de esto, pero no, todo está en blanco, las paredes, el techo, no hay nadie, ni siquiera estoy yo mismo en ese laberinto de imágenes.

Creo que voy a aceptar, les diré que sí a todo sin importar lo que venga después, nada puede ser peor que seguir en este encierro donde no puedo ni moverme. No sé si estoy sentado o de pie, me encuentro envuelto, inmóvil y la comezón me está deshaciendo la nariz… ¡por favor, que alguien me rasque!

Abro los ojos y hay una mujer frente a mí. Me mira como si estuviera ante un fantasma y una lágrima resbala por su rostro y se estrella en su rodilla. La limpia como sacudiendo el polvo, me regala una sonrisa compasiva, se levanta y antes de salir sentencia, “el doctor se fue y solo nos dejó su cuerpo como postdata. Amárrenlo bien para que no se lastime”.

Lágrimas blancas

Por Javier Rosas

Pasmada ante aquella imagen. Palpitante de sexo, posesión y lujuria. Inerte del placer que ofrece un cuerpo casi desnudo, casi marchito, casi entregado. Nervio encendido impaciente por la llegada del orgasmo obligado, del éxtasis incubado, del delirio somnoliento.

Su presencia es absurda comparada con su ídolo de formas y curvas, su virgen delicadeza recorre filosamente las líneas culpables de su terror, su ansiedad, su tristeza. Llamada a ser la espera excitada, su mente transcurre en charcos de dolor y angustia pero llevan siempre, siempre sin excepción a la imaginación inimaginada, al himen puritano; al castigo placentero, al amor dado a su balbuceante prohibición.

Sorda de silencio la vela encendida que alumbra su magia es testigo fiel de su instinto desenfrenado, mientras el papel que egoísta dibuja su objeto negado, ríe carcajadas por saberse dueño de una piel soñada, de un órgano absorbible, de unas nalgas mordisqueables, de un alguien ignorante ante esa lacerante frustración.

Esculpida de saliva siente el eco sensual de un jaloneo incesante, que mermado por momentos deja entrever una espada vibrante llena de deseo y venas prodigiosas.

Poco a poco su cuerpo se ha contraído; la cintura se redujo notoriamente, el estómago desapareció sin decir nada; las piernas firmes, tensas de placer, galopan de arriba abajo sin saber cuál es su nombre, cuál es su objetivo; los ojos negros esclavos de aquella efigie han comenzado a rasgarse; las fauses agitadas ante la espera anhelada interceptan aire de donde es permitido.

Fatigada hasta la exacerbación, su testigo fiel derrama gotas de fuego, que implacables penetran la piel enardecida de quien llora una presencia, de quien suplica una caricia, de quien aclama una lujuria animal.

Su voz no tiene palabras, sólo conoce el lenguaje del jadeo, del gemido, del aullido. Sus dedos envenenados recorren impacientes el cofre tan terso que almacena la obsesión mojada, la eternidad bendecida, las lágrimas blancas.

Más allá de todo, aquí el universo es nada: nadie observa pero todos vigilan; todo corre pero nada anda; todos mueren pero ninguno nace; todo es complejo pero tan sencillo, que la fascinación más alta está en la idea.

Finos y pálidos sus pies masacran el piso gris porque aun sin quererlo forma parte ya de este rito de seducción.

La esencia de Dios recorre sin parar los caminos delirantes, corta todo a su paso con la navaja sutil que hiere al más indiferente, al más rebelde, al menos calcinado.
Fuente celestial, su salida es ovacionada por el incontenible temblor de un muslo fascinado, de un pie bellamente arqueado, de una mano sin fuerza y unas lágrimas blancas que derramadas fugazmente en el librero mutilado y en la piedra de vellos oscuros dejan escrita una página más de las susurrantes entregas nocturnas.

martes, 13 de marzo de 2007

El cumpleaños

Por Iván Carrillo

Las fiestas sorpresas siempre me gustaron, más aún cuando se trataba de mi propio cumpleaños. Claro que la palabra “sorpresa” no significa que siempre hayan sido agradables, pues todavía recuerdo la ocasión en la que mis amigos me regalaron un enorme pastel relleno con una hermosa bailarina.

Era una chica en verdad muy bella, como de tipo oriental, con los ojos rasgados y una nariz tan fina, que parecía de porcelana. Sus caderas apenas si se notaban, pero tenía una forma de bailar tan hipnotizante, que con sus movimientos lograba resaltar lo que a simple vista eran solo modestos atributos.

Sus brazos, el cuello y el talle, eran considerablemente delgados; sus piernas estaban bien torneadas, fiel reflejo de las horas dedicadas al baile. Las contorsiones y sus miradas hacían de aquel regalo algo inmejorable, ¿Qué más podría pedir un tipo en su fiesta de cumpleaños y despedida de soltero?

La noche avanzó serena, era como si las cosas pasaran en cámara lenta. Poco a poco mis amigos se retiraron, unos más ebrios que otros, pero yo seguía ahí sentado, con la mirada fija en aquella bailarina, en sus movimientos y en la mirada que ocasionalmente se cruzaba con la mía.

Yo debía casarme en dos días con Estefanía, mi novia de la universidad. Teníamos cuatro años de relación y una vez terminada la carrera, nuestro sueño era vivir juntos para siempre. Éramos la pareja ideal, los dos deportistas, buenos estudiantes, ahora flamantes arquitectos graduados a sus veinticinco años y con un futuro prominente.

La luna de miel la realizaríamos en Barcelona, un poco por necesidad y un tanto por gusto. Las becas para el posgrado nos ayudarían a llegar a Europa y una vez ahí, nos las ingeniaríamos para recorrer el viejo continente y comenzar a escribir nuestra historia como matrimonio.

Después de la fiesta con mis amigos, debía descansar un poco para estar listo a la hora de la comida. Estefanía había invitado a nuestros padres a comer por mi cumpleaños. La cita era en su casa y esa sería la última vez que nos veríamos antes del esperado día de nuestra unión.

Sin embargo eso ahora no me importaba, ver a la mujer oriental hacer infinidad de movimientos casi sin desplazarse, me tenía aturdido, era como si estuviera admirando a la bailarina de una cajita musical, pero ésta era de carne y hueso.

En varias ocasiones pasó por mi mente la idea de pararme, de ir junto a ella y tocar su piel, sentir la fragancia de su cabello, respirar su aliento y cobijarme con su mirada, pero su baile me tenía embelezado, estaba bajo su hechizo y no podía sino simplemente seguirla admirando.

Cuando me di cuenta ya ninguno de mis amigos estaba en el lugar, todos se habían marchado sin despedirse. ¿Me habrían notado tan interesado en la bailarina que prefirieron dejarme a solas? Por un momento me aterró la idea de que hablaran de más con Estefanía y le contaran los detalles de mi última velada como soltero.

Pese a las horas que llevaba bailando, la mujer oriental seguía tan fresca como cuando salió del pastel. La única diferencia eran sus ojos que ya casi no se abrían, más bien parecían hundidos, pero el resto de su cuerpo seguía increíblemente dispuesto, sin mostrar fatiga alguna.

Me hubiera encantado quedarme a verla toda la vida, pero la luz del día se había filtrado por las ventanas y el sol estaba en su punto más alto. Sin duda se me había hecho tarde y era momento de despedirme de la mujer de porcelana. Casi contra mi voluntad levanté la mano, moví un poco los dedos como despidiéndome y sólo entonces dejó de moverse.

Se agachó un instante y luego levantó un poco el mentón, se llevó la mano a los labios y me mandó un beso. Debo admitir que logró alterarme con ese detalle, sobre todo porque parecía que al lanzar su caricia al aire, ésta hubiera venido acompañada con una especie de polvo, tal vez talco o algo parecido.

Con dificultad me paré, estaba entumido por completo y me costaba trabajo caminar. Algo había pasado, el lugar estaba lleno de polvo, por todos lados había capas y capas de tierra fina. Seguramente mis desenfrenados amigos rompieron alguna maceta y la regaron por toda la sala.

Eso ya lo averiguaría después, ahora era momento de salir hacia casa de Estefanía, ya estaba tarde y no tenía tiempo ni de bañarme. Me sentía cansado, tanto que prefería caminar hasta la casa de mi prometida, pues no me creía capaz de poder conducir.

No sé cuánto tardé en llegar a casa de Estefanía, pues durante todo el camino sólo atiné a recordar los movimientos de la chica oriental y me preguntaba por qué no había sido capaz de acercarme a ella, de murmurarle al oído que quería estar con ella y sentirla junto a mi pecho.

Ya no había tiempo para pensar en el pasado, ahora estaba frente a la casa de Estefanía y era momento de entrar. Vaya que se había esmerado en los arreglos, mi futura mujer había hecho cambios radicales a su casa en poco tiempo, pero todos eran de buen gusto y con un toque de modernidad que, debo admitir, me sorprendió.

Al parecer no era tan tarde, aún no había nadie en la sala, pero la mesa ya estaba puesta. La vajilla de plata y las copas de cristal cortado con un poco de vino tinto. Los manteles inmaculados y sólo algunas flores en las esquinas del comedor. Así era el estilo de Estefanía, una combinación de elegancia y sobriedad que siempre me fascinó.

Al parecer los invitados estaban listos, se escuchaban algunos murmullos desde la cocina, sin duda mi prometida tenía preparada una sorpresa y no se la echaría a perder. Caminé hacia atrás con pasos cortos para no hacer ruido, para no tropezarme y poderme esconder en el rincón donde Estefanía acomodó una mesa con todas nuestras fotos.

Mientras seguía mi camino en reversa, no despegaba la mirada de la puerta, no quería que se abriera antes de poderme acomodar entre la pequeña mesa de cristal y la cortina del enorme ventanal que daba al jardín principal de la casa.

De pronto apareció Estefanía, la reconocí por la voz. Venía platicando con un hombre al cual no reconocí. ¿Quién sería aquel tipo y qué hacía en medio de mi fiesta sorpresa? Se suponía que sólo estarían mi novia, sus padres y los míos.

En fin, preferí mantenerme en mi guarida, tal vez Estefanía me compró algo y ese hombre era el encargado de hacer la entrega. De pronto todo quedó en silencio y decidí asomarme por un pequeño pliegue que había entre la cortina y la pared. Ahí estaba aquel hombre, tendría unos treinta años. Estaba en cuclillas y acomodaba un enorme arreglo foral. Yo tenía razón, era parte de mi sorpresa.

Volví a esconderme y nuevamente los tacones de mi prometida cruzaron por la sala. Sus pasos eran cortos, nada apresurados y hasta parecía que arrastraba un poco los pies. Llegó hasta el hombre y le dijo algo que no alcancé a escuchar. Durante unos segundos estuvieron murmurando, luego el hombre se puso de pie y movió una silla.

Estefanía lanzó un suspiro, se sentó y tomó una copa, lo sé porque chocó su anillo de compromiso con el cristal de la copa. Tosió un poco, trago saliva, jaló aire y entonces me di cuenta que sabía perfectamente que yo estaba detrás de la cortina, ¿Cómo me descubrió, será que eso fue lo que aquel hombre le susurro?

“Mi amor, sé que estás aquí, que nos acompañas y que nunca faltas a la celebración de tu cumpleaños. Esta vez tus papás no podrán venir, creo que tu madre se enfermó un poco y llamaron para avisar que se quedarían a reposar. Pero no te preocupes porque aquí estamos Gus y yo”.

¿Mi mamá enferma, pero si la vi ayer en la tarde y estaba muy bien? ¿Quién es Gus y dónde están los padres de Estefanía? Creo que es hora de salir de aquí para aclarar esta sorpresa, porque ya no me está justando.

Al salir de entre las cortinas, Gustavo pasó a un lado de la mesa donde estaban las fotografías y de pronto quedó petrificado. De reojo estaba viendo a un anciano que lo miraba desde la vitrina. Sintió que se congelaba pero fue volteando hasta quedar frente a frente con el viejo, un calvo de barba hasta el ombligo.

La mirada del anciano lo puso triste, tanto que casi echó a correr, sin embargo se contuvo cuando el anciano le señaló la mesita de cristal con la fotografías. Había una imagen de él con Estefanía. Era algo extraño, porque era una foto tomada la tarde anterior, cuando se despidieron para que Gustavo se fuera a su fiesta de cumpleaños y despedida de soltero con sus amigos.

El resto de las placas eran de Estefanía con un niño, un adolescente y… también con "Gus". De inmediato volteó a la mesa y vio a una mujer de pelo cano, con algunas arrugas en el rostro y mano temblorosa. Alzaba su copa y justo cuando Gustavo la vio a la cara, ella comenzó su brindis: “feliz cumpleaños, tu hijo y yo te recordamos con mucho cariño”.

El anciano aún imitaba sus movimientos y cuando quiso preguntarle quién era, vio el arreglo floral que había acomodado aquel joven y en el que se leía. “Gustavo Manriquez XXX aniversario luctuoso. Siempre te recordaremos: Estefanía y Gus”.

lunes, 12 de marzo de 2007

El piano, la noche y tu muerte...

Por Miguel G. Galicia

La noche cae en forma lenta sobre los grandes ventanales. La luz de la luna nueva, se desparrama sobre la casa, pero no como todos lo conciben: con esa vastedad que ayuda a los marinos, que alimenta los sueños, más bien como si sólo quisiera abrazar la casa. Penetra sin prisa para, después de recorrer la escalera, depositarse en el piano e iluminarlo sacramente.

El piano recibe gustoso cada rayo de luz y se regodea con el contacto. Las teclas se sumen al mismo tiempo en que se escuchan notas salidas de sus entrañas.

No volteas aunque te sabes ermitaño y nada justifica el concierto; tus oídos son las ventanas por donde nutres tu lado oscuro. Percibes notas que únicamente tú y sólo tú puedes entender.

A lo lejos, justo antes de que tu mirada alcance los límites del infinito, se topa con las tonalidades creadas por el apareamiento entre el día y la noche que, calmuda arriba a la cita anual.

Permaneces absorto sin más deseos que capturar el momento en la memoria, ese instante es el último que observas consciente.

Caes sobre el piano con todo el peso del cuerpo que alguna vez fue tuyo...

Todo es quietud, la luna continúa tocando el piano una y otra vez.. Sientes cómo se te escapan el aliento y los recuerdos. En un intento desesperado por asirlos levantas, o crees levantar al cielo los brazos y la mirada perdida.

Dentro de tu cabeza escuchas una voz que te narra cada momento de tu existir; te transporta y ya te miras en el vientre materno, naces, corres sobre nubes, ríes, descubres, ocultas, creas, destruyes, das forma, triunfas, fracasas, miras, escuchas duermes, sueñas, escribes. Con el último hálito gritas y mueres sin saber qué fue lo que ocurrió.

La luna hace una pausa, la luz se extiende hasta tocar tu rostro enjuto, comprueba tu estado. Ya no tienes ojos, pensamiento ni añoranzas, nadie te habla más. Tu alma se sienta a tu lado y solloza como si hubiese perdido algo... pero no sabe qué es.

Después, cansada de no derramar ninguna lágrima, se arrima al piano, se sienta frente a el y empieza a tocarlo sin mayor pudor, con el gusto de saber que la luna hace lo mismo.

La luna toma lo que es suyo y te abraza, te mezclas, te fundes, te desvaneces, te transformas en algo celestial para siempre, ahora eres luz.

Tu cuerpo es polvo grisáceo que el viento esparce por todas partes, estás en todos los rincones como un Dios; la última parte de ti se aloja en el piano.

Allá en el infinito la noche se cierra. Y deja lugar a la negritud total.

La luna se marcha como llegó: perezosa, satisfecha de saber que te ha resucitado. El piano vuelve a su estado inerte, dispuesto a esperar hasta la siguiente vez.

En la casa, todo es soledad, oscuridad...

domingo, 11 de marzo de 2007

La tiza

Por Iván Carrillo

Tengo que encontrar la tiza negra, no puedo permitir que se borre la silueta. ¿Por qué tengo que enfrentarme a esta lucha cada que empiezo a sentirme tranquila? ¿A caso es el precio que debo pagar por un poco de paz, por un poco de sueño relajado… por un poco de felicidad?

Aún recuerdo cuando encontré mi primera tiza. Estaba al lado de mi padre y jugábamos en el parque. A mi me gustaba correr entre los árboles, moviéndome con pasos laterales, como si bailara un vals con todos aquellos robles, chambelanes de lujo para una niña con ilusiones de mujer.

Entre paso y paso, mientras transformaba el silbido del viento en dulce música, encontré la primera tiza. Estaba ahí tirada, entre las hojas secas que habían logrado mantenerse en una esquina de la vieja banca de metal oxidado. La punta era muy fina y se distinguía perfectamente entre la piel vegetal marchita por el otoño.

El sol aún se colaba entre las copas de los bailarines, ahora inmóviles, y fue entonces cuando descubrí ese pequeño muro, enterrado entre los matorrales. Tenía una superficie entre verdosa y grisácea; era áspera en una de sus caras y un poco porosa en la parte plana, sin embargo era perfecta para plasmar lo que yo quisiera: mis sueños, mis emociones, tal vez un corazón con el nombre de aquel niño lleno de pecas, ese que me hacía sonrojar cuando entraba a comprar estampas de luchadores en la tienda de mi madre. Todo eso lo podría dibujar ahí.

Pasaron los días y de pronto mi padre se fue. No me dijo adiós, no me mandó ese cálido beso que solía arrojarme desde la puerta, antes de prometerme volver a la hora de la comida. Nunca entendí qué fue lo que pasó, ¿será que no me porté bien y ese fue mi castigo? ¿Robarme los dulces de la tienda y esconderle la ropa a mis hermanas fue motivo suficiente para recibir una reprimenda de esa magnitud? Después de tantos años, todavía no encuentro la respuesta.

El primer dibujo que hice fue la silueta de mi padre. Se veía alto y gallardo. Estaba de espaladas, tal y como lo recordaba en aquel último día en el parque, cuando giraba entre los árboles y él trataba de seguirme. Aquella imagen a contraluz quedó marcada en mi memoria y así lo plasmé en mi muro.

Qué fácil era encontrar tizas. Antes bastaba con agacharme cerca de la vieja banca oxidada para recoger los trozos de carbón y piedra, pero ahora ya no encuentro ninguno. Llevo toda la noche rascando la tierra con mis uñas, removiendo las hojas con los pies y remojando la banca con mis lágrimas.

La primera vez que me dibujé llorando fue cuando el tumor de la tristeza fue creciendo en mis entrañas. Tenía pocos años de no ver a mi padre y fue cuando sucedió. Sólo recuerdo una luz intensa en el techo que poco a poco se fue desvaneciendo. De pronto todo se oscureció, la boca se me hinchó y lo último que escuché fue “ahora empecemos a operar”.

Ese dibujo de mis lágrimas junto a la silueta de mi padre jamás se borró, de hecho, parecería que con el paso del tiempo las figuras se tatuaron en el muro. Después de eso pasó mucho tiempo antes de que volviera a pintar figuras completas. Hubo infinidad de bosquejos que por falta de tiempo nunca terminé o que simplemente desaparecieron ante el embate sin tregua de las lluvias del olvido.

Falta poco para el amanecer y sigo sin encontrar la tiza. Ya busqué en todos los rincones cercanos y no hay nada, ¿qué voy a hacer si ya se terminaron? ¿Será posible que no pueda volver a pintar? Todos mis recuerdos están aquí y dejar de trazar los nuevos detalles sería como dejar una obra inconclusa.

Tal vez estoy un poco nerviosa y sólo necesito concentrarme para encontrar ese pincel que tanta falta me hace. Hay tantas cosas que debo delinear en el muro y falta tan poco para el amanecer, que no sé si tendré el tiempo suficiente. El frío comienza calarme en los pies, pareciera como si estuviera descalza.

Tendría como veinte años cuando se me ocurrió dibujar a otro hombre. En ese entonces era como si mi sueño se hubiese transformado en carne y sus besos aderezaran la ilusión que tuve desde niña. No cabe duda, fueron momentos tan felices, que bien valía la pena plasmarlos, sobre todo porque el fruto de ese cariño fue como un baño de aceite de olivo para el muro, fue como si desde entonces las líneas marcadas tomaran un relieve que jamás se perdería.

Sin embargo el viento y el polvo terminan por resquebrajarlo todo. Yo pensaba que el muro era capaz de resistirlo todo, las inclemencias de la vida y mucho más, pero un buen día se partió. No lo podía creer, ver mis pinturas separadas me dolió tanto, que pensé estar enloqueciendo.

Con el Jesús en los labios invoqué al cielo pidiendo una respuesta y no sé si fue la forma de pedir o a quién se lo pedí, pero logré mantener la cordura. Decidí que la parte pequeña del muro, que era la que tenía mis dibujos más preciados, donde estaban mi padre y mis hijos, se quedaría intacta a partir de ese momento; únicamente rayaría en la parte más amplia.

Oigo voces que no logro entender, pareciera que algo distorsiona todos los sonidos, pero no puedo detenerme, el tiempo apremia. Ya busqué en cada uno de los rincones y no hay nada. Removí las pesadas piedras cercanas a la banca, me fijé en los troncos caídos, pero no aparece ninguna. No puedo permitir que la silueta se disuelva con el viento, es la más importante de todas.

Recién nos habíamos acostado después de un largo día, todavía repasaba en mi mente los trazos que haría en pocos días. Este dibujo tendría que ser especial, incluso más que el de mi padre, por eso no podía omitir detalles. Fue entonces cuando un grito despertó a todos los demás y de inmediato comenzó el movimiento en la casa.

No estábamos asustados, por el contrario, era un grito que todos habíamos esperado por meses y finalmente estaba aquí. El alarido representaba la alegría de la vida y el dolor que cuesta ser felices, era como un cuadro de Frida recién pintado y el grito le daba bocanadas frescas para secarlo.

Convertirme en abuela fue uno de los momentos más importantes. Cuando nacieron mis hijos, el mundo cambió, pude entender muchas cosas y también nació en mi el coraje que nunca antes tuve para defender lo que quería, para defender mi muro y tratar de darle la mayor cantidad de momentos posibles, para llenarlo de metas realizadas.

El sol ha comenzado a asomarse, el tiempo se ha terminado y si no logró rellenar mi nueva silueta, todo se habrá terminado. Ya no me queda aliento para seguir corriendo, para seguir buscando. Estoy cansada, mis manos no me responden. Me siento a contemplar el muro y no puedo sino sentirme satisfecha.

Ahí están los momentos más importantes de mi vida. Están los días con mi padre, las travesuras con la negra, mi hermana. Están mis hijos, sin duda las satisfacciones más grandes de mi vida; también está mi gran amor, ese que tardó casi toda la vida para llegar, pero que finalmente arribó.

Creo que nunca antes me detuve a admirar mi obra maestra. Para muchos pueden ser trazos insignificantes, figuras sin sentido, pero para mi son lo más grande que me pudo pasar. Al final está esa pequeña silueta, es mi nieta entrelazando sus deditos, tal y como lo hacíamos para jugar, para sonreír, para ser felices. “Witzy, Witzy araña tejió su telaraña, vino la lluvia y se la llevó. Luego salió el sol, se secó la lluvía y Witzy, Witzy araña otra vez subió”.

El sol está aquí. Pensé que podría dibujarme a mi misma levantándome de esta cama que me ha abrazado con furia y que se niega a soltarme. El sol está aquí, la figura está incompleta y creo que jamás la terminaré.

Un último suspiro, necesito jalar aire una vez más, llenarme de vida para dar el paso final. Antes me angustiaba la idea de dejar inconclusa mi obra, pero ahora que la admiro, no hay nada más que agregarle, están todos los elementos, es el trabajo de un experto, de alguien que se entregó al máximo para culminar ese muro que soy yo… que es mi alma. El sol ya está aquí.

La sociedad de los poetas puercos

La vida es corta pero no por eso debemos escribir poco. Desde hace tiempo que todos los que participamos en este blog tenemos la inquietud de mostrar las ideas que se anidan en nuestras mentes y que en ocasiones no dejamos escapar por decidia. Si lo que necesitábamos para compartir nuestras historias era un pretexto o un foro, aquí abrimos éste para darle rienda suelta a la ilustión. Espero que todos ustedes participen y si quieren que alguien más se integre, avísenme para darle acceso. Por aquello de los Copyrights, por ahora el acceso se encuentra limitado solo para los autores. Bienvenidos sean a este espacio donde la única restricción la imponen los límites de la imaginación.

Tomen sus asientos... ¡comenzamos!

Iván Carrillo