jueves, 11 de diciembre de 2008

La mujer es horrible...

Miguel G. Galicia


La mujer es horrible, se para junto a mí y me toma de la mano, me besa y susurra algo en mi oído, me dice que me ama. Volteo ofendido y, a la vez asustado. ¿Qué? le espeto iracundo... ella dice que yo también la amo.
Habráse visto, pero ¡si en mi vida la había mirado!; además es horrible. No, permíteme, ni te conozco. Ay ya vas a empezar de nuevo, mira mejor siéntate, enseguida le llamo al doctor. Ten, tómate la pastilla.
Sin oponer resistencia acato, y pienso, como en película antigua, en blanco y negro. Rápido, lento, borroneado, a cachos, sin sonido, con líneas por toda la pantalla...
Tengo una mejor vida que esto, no, no es verdad que vivo en esta casa gigante de mil habitaciones, ni tengo un perro, ni servidumbre, yo, yo apenas gano para sobrevivir, soy periodista y escribo a veces para distraerme.
Lo que son las cosas, repito una vez pero el eco de la idea se multiplica en la caverna de mi mente/película. No, no tengo hijos, los que tuve los perdí en algún momento del camino.
Ella, la horrible, da paso a una hermosa mujer, llena de luz, pero sale de aquella. Me explico: como si se tratara de una bolsa amorfa abre su cuerpo del pecho y como si tuviera un cierre de punta a punta, lo desliza de arriba hacia abajo.
Su sonrisa destella y sangra, ¿porqué sangra? Sin piel, sólo tiene una masa de músculos enrojecidos. El líquido rojo muta en ramas verdes que la cubren de una piel rugosa, verdosa, musgosa.
Mi hermosa huele a bosque, nuestro amor huele a selva de besos húmedo, de caricias quebradizas, a tierra de coño y culos mezclados, a saliva evaporada. El sol se cuela por algún lado, allá arriba en las ramas más altas del follaje ennegrecido; donde la luz acaricia primero.
De las ramas cuelgan frutos rojos; intensísimos tonos rubíes, Mi hermosa es una giganta, me levanta en vilo y me acerca a ellos. Toma uno, lo pone frente a mí, y ya siento en las pupilas su poder. Lo cojo a dos manos y recabo toda la información que puedo de un solo golpe. Es un corazón, como el de cientos. Estos gigantes milenarios dan corazones, pródigos, caen, al suelo y ruedan enrojeciéndolo todo.
Pregunto cómo puede ser esa maravilla. Mi amada responde que este lugar ha sido creado por los que aman, sin embargo hay otros que forman los asesinos y en lugar de músculos cardiacos lo que cuelga son cabezas. Putrefactas, de miradas desorbitadas. Es una especie de infierno, cuestiono, ella responde que no, eso es únicamente el principio del fin de todo. La humanidad vive y muere en otra parte, en tu mundo, tu tiempo; por una razón desconocida cuando alguien desaparece de esa dimensión las cabezas brotan como frutas y maduran, no sin antes sufrir lo necesario. Escuchas ese rumor inextinguible, pues son los lamentos de todos aquellos cuya muerte los trajo aquí. Una vez maduros, desfallecen y el suelo se abre para engullirlos, y torturarlos hasta lo imposible.
Pero no temas este bosque es diferente. La sabiduría llega a mi interior con rapidez. El sonido de miles de latidos, se funde en una maraña sonora donde millardos de aves y animales más picotean lo que trae consigo nuestro amor… Reacciono y ella sigue allí, diciéndome que es la mujer más hermosa del mundo, así se lo he dicho yo, maldita mentirosa, lo mejor será que la mate, esperaré a que duerma. No me gusta el sonido de las cabezas cuando ruedan por el suelo…

viernes, 3 de octubre de 2008

Todo depende del cristal

Sé que tengo un problema y debo resolverlo. Mis amigos consideran que no es bueno enamorarme de cada mujer que miro en la televisión. Pero si son tan lindas, tan buenas, tan llenas de mensajes, luchadoras y dispuestas a perdonar todo, ¿cómo no caer en la tentación?

Es cierto que con frecuencia me dejo llevar por la primera impresión, que un buen vestido e incluso un traje deportivo ajustado, me hacen girar la cabeza invariablemente. Pero eso no es un pecado. Incluso me atrevo a pensar que es un don, un regalo de la naturaleza que me fue concedido para disfrutar en plenitud de la figura femenina.

Sin embargo mi médico tiene un diagnóstico distinto. Dice que soy un enfermo adicto al cristal de colores, un sujeto que se deja influenciar por todos los estereotipos que gente sin escrúpulos ha creado cuidadosamente para robarnos, a la gente de buenas costumbres y sentimientos, esa pizca de inocencia que todavía conservamos.

No estoy de acuerdo con él. De hecho difiero totalmente. Empezando porque no me he dejado engatusar por ningún cristal… la mía es una pantalla de plasma donde millones de puntitos de color me dan una imagen nítida de mis grandes amores, donde su alma se transmite de forma tan clara, tan transparente, que dudo me estén engañando.

Ellas siempre tienen una sonrisa, una clase de brillo con el que uno solo puede contagiarse, inspirarse para alcanzar un trozo de ese paraíso en el que seguramente viven. Por eso no creo cometer un error al dejar que mi corazón se agite al verlas, que mi piel añore siquiera rozarlas, porque en el fondo lo que busco es una pizca de esa felicidad que algún maldito me roba con cada corte comercial.

Iván Carrillo

martes, 12 de agosto de 2008

El traje gris

Hay quienes creen que la vida, tal como la conocemos, es tan solo un fragmento de algo más grande que de acuerdo con la actuación que tengamos en el escenario donde nacemos, avanzamos a un nivel superior o descendemos en la escala de las buenas almas.

Esta idea me la dijo alguien que conocí en el bar una noche lluviosa, una de esas en las que solo se antoja estar en casa metido en la cama. En vez de reposar opté por salir a caminar bajo la tormenta, como si de esa manera pudiera lavar los errores cometidos, las penas acumuladas.

Aquel hombre se refugiaba en un traje gris, tres o cuatro tallas más grandes, y tenía un fuerte olor a licor fermentado, a fluidos almacenados durante días que ahora buscaban escapar en cada movimiento.

Pensé que era un borracho, una víctima de la crisis ahogando sus lamentos y sus últimas monedas con el alcohol más barato. Al despedirse me dio una palmada en el hombro y preguntó si creía que yo recién comenzaba o me encontraba al final de mi propia cadena.

Después salió caminando con una perturbadora cadencia de tres pasos al frente y uno para atrás. Lo miré hasta que se perdió tras la puerta de madera y vitrales antiguos. No sé si lo hice por curiosidad o en un afán por entender lo que el tipo me quiso decir.

Analicé sus locuras mientras movía las copas de coñac sin encontrar la respuesta. Luego de mecerlas en mis manos por largo rato, me asomaba en la perfecta burbuja de cristal como tratando de sumergirme en ella, de purificarme, para poder entender la pregunta del enigmático hombre del traje gris.

Tal vez habían pasado seis meses desde que Luisa me abandonó y de apoco habían comenzado a aparecer personas extrañas en mi vida, en la oficina, en el club, en la casa y en el bar. Me negaba a pensar que todas ellas formaran parte de un macabro rompecabezas que trataba de triturar la mía.

La primera fue una mujer, no muy joven, delgada, de rasgos marcados y mirada penetrante. Con ella me crucé en el estacionamiento, por casualidad, esa misma con la que uno sonríe tratando de ser un cazador furtivo, sin saber que en realidad es la presa de alguien más astuto.

Después llegó la niña del club, una linda morena de rizos fabricados con tubos de plástico. De no haber sido por su ropa un poco fuera de moda, tal vez habría pasado desapercibida, pero su antiguo uniforme para jugar tenis la hacían destacar entre el resto de los infantes que jugaban a espadachines con las raquetas.

Al hombre del subterráneo no lo recuerdo bien. Si a caso puedo decir que su profundo olor a colonia y la piel que colgaba de sus mejillas, lo hacían parecer más un perro viejo de pelea, que un anciano recorriendo, quizás por última vez, los caminos por los que se habían escapado su infancia, su juventud y ahora también su vida.

Con los demás personajes no estuve claro si eran parte de ese plan para enloquecerme o simples coincidencias que se cruzaron en mi camino mientras aún buscaba la respuesta a lo que ya parecía más bien una maldición: ¿Recién comienzo o estoy al final? ¿Cómo saberlo?

La lluvia seguía con su intermitente caída, ya sin la fuerza de horas atrás, pero pintaba con destellos undulantes las farolas y le daba movimiento a las estrechas calles por donde se escuchaban, de vez en vez, algunas sonrisas y también lamentos ahogados con inútiles mordidas en los labios.

Llegué a casa y de inmediato sentí la pesadez de la soledad, los golpes de las fotografías apiladas en la mesa de la sala y los cuadros pintados por Luisa en los 10 años que duramos casados, plasmados a lo largo de sus nueve años de frustración provocada por mi impotencia, no sexual por su puesto, sino de no saber escucharla.

Me senté en el oscuro balcón para despedirme de la noche con un trago más y mientras juntaba los ojos en el fondo de la copa para verla vaciarse, un leve crujido en el piso de madera me hizo aguantar las últimas gotas de alcohol en la garganta. Era como haberle puesto pausa al efecto embriagador que resbalaba hacia mis entrañas.

De pronto ahí estaban los rostros de mis pesadillas, el hombre del traje gris, la mujer del estacionamiento, la niña del club, el anciano del subterráneo y dos tipos más, uno con aspecto de profesor fracasado y otro como de hippie reincidente venido a más.

A pesar de haber terminado mi copa y de tener la mirada clavada en el fondo de cristal, no me moví ni un centímetro. Dejé que mis oídos se encargaran de todo, de investigar quiénes eran esas personas y qué hacían en mi casa, alrededor de mi, colocados en círculo como si se tratara de un juego perverso donde sus dedos me señalaban.

Todos hablaban menos la niña de los rizos falsos. Ella solo me veía con aire compasivo, como quien observa al culpable que aún no sabe que lo es, pero que en breve será condenado a un severo castigo que ni siquiera imagina.

Poco a poco comenzaron a quedarse en silencio. El hombre del traje gris se limitó a decir que era caso perdido, que me había visto y que no tenía remedio. El viejo del subterráneo dijo desconfiar de lo que decía mi rostro, pero también aceptó benevolente, como gato lamiendo la herida con resignación, tener la corazonada de que podría sorprenderlos.

La mujer de rasgos marcados y mirada penetrante fue la más directa. Es el peor de todos, dijo, dista mucho de ser un buen principio y pinta como un final fatal. Ni siquiera puede decirse que se trata de un mal ejemplo para la parte media de la cadena. Considero que es una fase perdida y que deberíamos pasar al siguiente nivel.

La discusión entre todos ellos renació y yo, que aún seguía con el brazo empinado sobre mi rostro con la copa empujando mi cabeza hacia atrás, sentí cómo la niña de los rizos me hablaba casi sin mover los labios.

“Nunca han estado conformes y creo que los tiene frustrados el hecho de que nos mantengamos en un nivel inferior, cuando ya deberíamos estar más allá de la mitad. No te preocupes, no es tu culpa. Yo me resbalé al salir del club y hasta ahí llegó mi historia. Como fue un accidente, la cadena pudo continuar sin mayor problema… sin mayor problema, eso dicen, pero jamás me dejan opinar”.

Las voces comenzaron a hacerse más claras, todos hablaban al mismo tiempo, pero podía distinguir lo que expresaba cada uno. Si bien el anciano del subterráneo era el que más aportes había hecho a la cadena, el resto de “nosotros” se las había ingeniado para retroceder, para perder todo lo alcanzado en una vida anterior.

De pronto entendí todo. El hombre del traje gris había comenzado el camino y si bien no construyó mucho, sí dejó bases para que los demás avanzáramos. Después la mujer hizo un gran esfuerzo y, a pesar de los maltratos y abusos propios de la aristocracia francesa en tiempos de la revolución, nos había mantenido equilibrados, sin pérdidas.

Lo de la niña fue como una prueba suspendida, la cual tampoco acumuló ni restó puntos. El amargado profesor había sido una parte prometedora, pero su promiscuidad lo dejó muy lejos de lo que la cadena habría esperado de él y eso lo tenía más deprimido en su muerte que cuando estuvo vivo, lo que ya era algo de consideración.

El comienzo de la gran depresión, algo así como el eslabón negro de la cadena, fue el hippie reincidente venido a más. Sus ideas revolucionarias y los enfrentamientos con una sociedad cerrada hicieron pensar que habría un gran despunte, pero su rendición final al sabor del dinero, a los placeres que solo brindan satisfacciones en primera persona, terminaron por hacernos retroceder.

Ahora era mi turno. Estaba ahí en medio de todos, aún con la copa entre mis labios y la cabeza echada para atrás. Todos seguían discutiendo sobre si mi participación había sido tiempo perdido o se podía rescatar algo, cualquier cosa, aunque fuera con mis intenciones de ser un buen consejero matrimonial que no logró salvar a ninguna pareja y que al final hasta perdió la propia.

Todos éramos parte de una misma cadena y me alarmó saberme cómplice de un grupo de perdedores que, desde la tribuna, asistían en cada nacimiento al desarrollo de otra esperanza que se apagaría sin dejar la menor estela de éxito. Eso no podía ser. Podría soportar tener una vida mediocre, pero una muerte sumido en la decepción, jamás.

Arrojé la copa contra la pared y solo al estrellarse logré que mis otras vidas guardaran silencio. Me subí al borde del barandal del balcón como para dirigirles un amplio discurso sobre lo que debíamos haber hecho y que dejamos pasar por ceguera, por descuido o por simple desinterés.

Sin embargo solo me limité a observarlos a todos y me despedí con un leve encoger de hombros. Nadie dijo nada, si acaso la mujer de rasgos delgados me mandó un último mensaje con su mirada penetrante: imbécil.

La niña de los rizos me tomó de la mano y juntos saltamos… le dimos color al traje.

sábado, 26 de julio de 2008

Sentir es relativo...

—I—
En días recientes he sentido cosquilleos en las entrañas, no presto mayor atención. Para qué, a estas alturas, seguro son los gusanos...

viernes, 20 de junio de 2008

Me niego a creerlo…

Por Miguel G. Galicia

Hoy nos avisaron que estás muerto… pero no lo creo; es más, Angélica tomó la llamada y no terminó de decirlo, pensé, no, ese cabrón está bien, seguro es otro. Fue en un accidente, nadie sabe con exactitud, del otro lado de la línea nos han dicho que el chofer se quedó dormido, pero ya haya una versión de que los impactaron por detrás; en la tele alguien dio la nota, tu nombre y el del otro compa que se fue al mismo tiempo que tú.

Me dolió la cabeza entonces y aún la siento pesada, como si fuera de un gigante y yo tuviera que cargar con ella. En la nota el corresponsal dijo que ya habían identificado tu cuerpo. Chale, sólo eso; qué frase más exacta, no te identificaron a ti, sino a eso que una vez te albergó, (orale cabrón no me andes albureando), es que sólo eso pudieron reconocer, el empaque y nada más; chale yo como muchos otros y otras, te identificamos desde donde estamos, como el wey desmadrosón, chambeador, pero pérame tantito, no creas que porque ya nostás techo flores, al contrario, si siempre que podías me cargabas la mano, pero qué tal wey, si o no te daba batalla. Si para cábula, cábula y medio.

Comí más a fuerza que de ganas, y me eché un taco a tu nombre, y al ratón jugaré una partida de cartas con mi mujer, y lo haremos en tu honor. Siento mucho tu suerte mi querido Moy, pero siento más la de Paty y la de tu Gala… Siempre lo he dicho duele mucho una muerte, pero duele más la ausencia del que se queda… y a nosotros nos dolerás mucho más, lo sé.

Y me pregunto, bueno, qué pedo, porqué se muere gente como tú, cabrón de una sola pieza, positivo, (chale no caeré en el juego fácil de sobarte el ego, pero bueno te lo dije en vida k…) cómo es que tú te mueres y otros hijos de su rechingada madre no… y entonces pienso que el mal, como lo concibo, esa entidad mitad negra, mitad gris, hirviente como averno portátil, acaba de ganar una batalla…

No mames a poco tu ciclo ya se acabó?, y luego?, a poco no había más proyectos para ti en ese plan maestro universal del que quiero pensar todos formamos parte, ya no hubo nada más que exprimirte?, y no tenías nada más qué dar?. Lo dudo.

Me niego a creerlo, y a creerte muerto. No, tu no estás muerto, no mientras te recordemos quienes te apreciamos cabrón…

PD:
Visité a tu página de fotos, te veo vital, con los tuyos, en tu medio, pero no te envidio. Tengo qué corregir, me entrometí y me siento así como un entrometido, una especie de fisgón; pero sólo lo hice para despedirme de ti de la única manera que puedo hacerlo ya, “vitualmente”. Te dejé un mensaje, sé que no lo leerás, ya no importa. es como mi palada de tierra.

Allí quedarás en imágenes, quién sabe cuanto tiempo, tal vez hasta que colapse el Internet, hasta el fin de los tiempos, cuando la Tierra sea destruida o los alienígenas habiten entre nosotros o alguien en un trabajo de historia indague que tú como otros millones de personas poblamos con nuestros recuerdos eso que no existe pero sí existe, como cuadro de Magrit. O quizás un día el administrador del portal diga el que no actualice su página de recuerdos será eliminado… entonces allí sí serás exterminado por ese semidios que habita en Silicon Valley, creo, muy parecido al otro, ese que, dicen todos no existe pero sí existe, que todo lo puede y todo lo ve, que un día como hoy, en la madrugada del viernes 20 de junio de 2008, decidió quitarte el aliento…

Descansa en pax Moy.

martes, 17 de junio de 2008

El ringtone

Hace tiempo que me cuesta trabajo recordar las cosas, las fechas importantes y hasta los nombres de mis mejores amigos, de mi familia. Sé lo que están pensando, pero no, no estoy enfermo, es tan solo que dejé en el olvido los ejercicios de la memoria y ahora me encuentro sumido en este pantano de incertidumbre.

Si acaso tengo breves destellos de lo que alguna vez fui e incluso creo tener conciencia de cuándo comenzó a crecer el hoyo negro que se tragó mis recuerdos. Estaba parado en el baño de la oficina orinando, como quien le confiesa algo al techo, mientras el agua expulsada de mis entrañas se colaba por los filtros de plástico que encierran una pastilla perfumada.

Hacía tanto frío que podía sentir el amarillento vapor rebotándome en la barbilla. Tenía los ojos cerrados cuando de pronto sonó el celular. No es posible que un ritual tan sagrado como vaciar los riñones se interrumpa por un vulgar ringtone, esos que acompañados por una intermitente vibración, hacen imposible ignorar el requerimiento del inconciente al otro lado de la línea.

Apretando los dientes, con el semblante endurecido y todavía con los ojos cerrados, intenté tomar con una mano el teléfono abrochado a mi cintura, mientras con la otra echaba las últimas bendiciones al inmaculado mueble blanco. Entonces vino la desgracia. El celular volvió a vibrar y me provocó tal cosquilleo que lo solté.

Aún no abría los ojos cuando por instinto me agaché a tratar de recoger el aparato del suelo, pero por coincidencias de la vida éste no estaba ahí, sino en la cuneta del orinal y me di cuenta porque justo en ese momento el ojo infrarrojo dejó de percibir mi figura y comenzó su descarga limpiadora justo cuando el celular emitía las últimas notas de su ahora ahogado ringtone.

Intenté rescatarlo de inmediato y tomar la llamada para reclamarle al imbécil del otro lado… “¡ves lo que hiciste idiota!”, me habría gustado gritarle, pero su mensaje no me dejó continuar.

“Escucha bien lo que te voy grsh grsh grsh vas a grsh grsh grsh, así que mejor no vayas a grsh grsh grsh, por que si no, ahí mismo te grsh grsh grsh. Y si pides grsh grsh grsh… te voy a grsh grsh grsh”.

De inmediato traté de mirar el identificador para ubicar el número de procedencia, pero solo alcancé a ver la pantalla electrónica manchándose de tinta y llevándose con ella toda la información vital en mi vida: el número de las pizzas, el servicio de taxis, mis amigos del club de dominó y hasta el de mi madre.

Ese fue el principio del fin. De pronto no tenía vida, no recordé el código de acceso a mi oficina ni a mi computadora y mucho menos la clave de la puerta del automóvil. ¿Cómo era el número secreto del cajero automático? ¿Cuál era la dirección de mi casa? Toda la información del GPS se fue por el caño.

No sé cuánto tiempo ha pasado, mi mente está en blanco. No sé mis dígitos del seguro social ni las palabras clave para abrir mis correos electrónicos, todo se desvaneció con el teléfono celular y aunque lo contemplo deseando que se tratara tan solo de un sueño, aún sigo ahí en el suelo, con las piernas en posición de flor de loto como abrazando a mi teléfono móvil, como esperando un milagro y que el ringtone vuelva a sonar.

La pantalla del moribundo sigue sin encenderse pero aún tiene línea; marco el número de emergencia pero antes de conectar la llamada, el teléfono suelta su tradicional tono de apagado “tun tun tun tun tuuun”.

No tengo vida, mi mundo acabó. Estoy encerrado en un baño velando el cuerpo inerte de mi memoria virtual y no me atrevo a salir, porque mi memoria está húmeda y ahora mis pantalones también.

Iván Carrillo

miércoles, 4 de junio de 2008

Carta de amor (con remitente conmovido)

Entre ella y yo hace tiempo que no existen secretos. Somos como esa especie de amantes en extinción que se entregan por completo en sus encuentros furtivos, porque saben que no hay nada seguro para la siguiente noche, porque entienden que el secreto de su pasión radica en la posibilidad, quizá remota, de volver a transpirar juntos.

Describirla resulta tan sencillo y complicado a la vez, tan elegante y vulgar, como decir que se trata del amor de mi vida y de la puta más fácil que me haya hecho suspirar. Hasta hoy no encuentro un momento de intensidad en mi pasado en el que no esté presente su esencia, la textura su piel y el agrio olor de su aliento.

Como en los romances épicos, el nuestro comenzó cuando descubrí que me espiaba, cuando la sentí observándome en cada una de mis juergas, esas que muchas veces terminaron entre botellas vacías y oídos saturados de tristes historias, relatos que hicieron llorar por lo absurdo de su contenido, más que por la sensibilidad de los detalles. Al final ella estaba ahí, comprensiva e indulgente.

También me siguió en los momentos de soledad, cuando los vacíos del alma se intentan llenar con flagelos lanzados por la voz interior y que se curan con escupitajos de la conciencia. Ahí estuvo ella, en silencio, al momento de entender que se trató tan solo de una estéril noche de insomnio.

Así creció lo nuestro, entre intercambios de murmullos, lunadas de placer y golpes en el rostro, en las rodillas, en la nuca y hasta en los genitales. Nos amamos tanto como para perdernos el respeto y recuperar el cariño al momento de estar mirándonos nuevamente, solos ella, yo y nuestro costal de recuerdos.

Después llegó la separación. Fue algo imprevisto. Juro que jamás lo pensé y que nunca tuve tiempo de confesarle mi partida. De pronto dejé de sentir su respiración resoplando en mi nuca, su saliva tibia resbalando por mi frente y sus ásperos dedos provocándome fantasías en cada esquina.

Me sentí culpable por abandonarla, pero también gocé estando lejos de ella. Sí, me dejé seducir por otros contoneos, me entregué a los placeres mundanos en otras aguas, pero su imagen, como antes, como siempre, estuvo ahí para recordarme que mis mejores momentos los viví con ella, sobre ella... dentro de ella.

Pasaron muchos años, seguro más de diez, cuando de pronto volví. No sabía qué iba a encontrar, ni siquiera imaginaba si al verme me abrazaría o me golpearía la nariz, como tantas veces, para cobrarse con sangre la cuota de la traición, del abandono.

Al llegar caminé con pasos cortos, como quien intenta reconstruir con la memoria los espacios que alguna vez le dieron forma a mi vida, la nuestra. Me deslicé entre las calles por las que tantas veces me vio reír, tropezar e incluso caer, pero de aquellos muros en donde tantas veces recargué mi frente para descasar, para pensar, para llorar, ya no queda nada.

De pronto me detuve frente a un edificio de espejos y observé mi reflejo borrándose mientras el sol ahogaba sus últimos rayos entre cerros con piel de asfalto.

Pensé que ella jamás me reconocería, pero de nuevo seguía mis pasos en silencio, sin reclamos. Ahí mismo, frente a la puerta de cristal, descubrí que no se vengaría con un puñetazo en el rostro y mucho menos con cruel indiferencia.

Esta vez fue implacable, porque me mostró que mientras mi silueta, anciana, cansada y encorvada, se perdía con el ocaso, la suya se levantaba más grande que nunca, fuerte, jovial y lista para ver partir a los ilusos amantes que algún día habrán de volver, vencedores o vencidos, pero viejos, con los recuerdos destiñendo sus cabellos y un letrero de “Bienvenidos a la ciudad del nuevo siglo”, envenenando su nostalgia.

Iván Carrillo

viernes, 23 de mayo de 2008

Nunca salió el sol

Quedo tirado con una rebanada de luz minúscula; la boca apenas abierta, dejando en mi bocaza un leve sabor a muerte...

lunes, 24 de marzo de 2008

De nuevo este pinche dolor que no se va…

UNO

Miguel G. Galicia

De nuevo este pinche dolor que no se va, desde ayer que me tiene prendido de los intestinos, no me deja, es como un animal rastrero que yace dentro de mí, muerde y descansa como si le cayera muy mal o peor aún como si con cada dentellada arrancara un pedazo de mi colon y se echara a dormir por ratos. Maldito él, maldito el dolor que deja luego de sus mordidas.

Maldigo desde muy joven, desde que tengo uso de razón. Mis padres me enseñaron que eso resulta alivianador, me da un respiro cuando siento dolor o disgusto. Para mi es una forma primigenia de expresión: felicidad, odio, molestia, lo que sea.

Las maldiciones incluyen groserías, me gusta escupirlas, execrarlas como si fuera un vómito nauseabundo parecido al de Linda Blair en El Exorsista. Me liberan. A mucha gente no le gusta pronunciarlas ni con el pensamiento, se sienten sucias, supongo que prefieren guardárselas muy en el fondo. Cuando me censuran pienso que ellos están llenos de esa basura. Pobres, han de estar podridos.

Ah, ah, hijo de la chingada, suéltame…

Supongo que mi alimentación tuvo que ver para gestar este animalejo de mis entrañas. Cuando pequeño, tragué un tamal de dulce con hartas amibas. El resultado: principios de tifoidea. Igual que boxeador, quedé tocado para siempre. Ese es el primer recuerdo de mis dolores. Ya no se retirarían.

Bastaba comer algo irritante o grasiento para alimentar al ponzoñoso que traigo dentro. Pensaba que me moriría de algún tipo de cáncer, o entripamiento, igual que Artemio Cruz. Me niego a seguirlo pensando.

viernes, 22 de febrero de 2008

Me cuelgo tu sonrisa…

Miguel G. Galicia

UNO

Cada que salgo de casa me cuelgo tu sonrisa y la presumo al mundo que me recibe con sus fauces negras. Miro los mismos cuerpos todos los días. Mientras me dirijo a mi destino mastico en mi mente el brilloso color aceituna de tus ojos. Enjuago mi mal humor en el recuerdo de tu aliento fresco, y sé que te quedó un ligero aroma de verga recién chupada. Humecto mis labios con tus lágrimas saladas. Sonrío como un idiota, eso me has dicho entre copa y copa, la gente me mira pasar y me gritan loco. Siempre que puedo pulo con esmero tu sonrisa que llevo como colguije de buena suerte, la beso y lamo sus bordes luminosos. Escucho mi corazón y renuevo la sensación de trotar en tu lomo de Diosa. Ya te dije que te amo, no me estés chingando. He reforzado infinidad de veces que te amo, te amo, te amo, te amo. Ahora te lo repito mil veces teoma, teoma, teoma… quién te entiende, querías que lo repitiera diferente…

Siempre lo he dicho no hay nada mejor para revitalizar el cuerpo y sacudir el alma que coger temprano, y más cuando lo haces con una muerta, tan deliciosa como tú.

Más en puratintapura...

viernes, 25 de enero de 2008

Mi abuelo muere y desconfío de Dios...

Miguel G. Galicia
Nunca lo hago pero hoy es la excepción, repito un texto publicado en "Historias con SIC", pido un disculpa, pero creo que la razón me asiste.

Mi abuelo empezó a morir hace poco más de un mes, y como dice la canción Diciembre le gustó para largarse. Y no, no se confundan, no es que lo odie ni nada por el estilo, es que la relación con él siempre fue, ha sido, cómo decirlo, de franqueza, de camaredería al calor de unos tragos y unos coños compartidos (jajaja, no, cada quién el suyo).

Pero no fue liberal, más bien fue libertino, granuja o como dicen los clásicos un verdadero hijo de puta. Y miren que lo quiero mucho. ¿Contradictorio? na', lo que pasa es que cuando pienso en ese viejo, pienso en exceso (¿así se escribe?). Bebió y chupó hasta antes de su media muerte, fumó más que un recluso, siempre fue general de división, ¿cual?, la de los Galicia.

Suerte de chaman y espiritista, combinación de golpeador y pintor (de brocha gorda), mujeriego y mal perdedor.

Sufrió un infarto cereblal... y medio cuerpo se le murió de golpe. Es una lástima que haya sido tan hijo de la chingada durante toda su vida, porque si la vida o Dios o ese poder superior saben de justicia, deberá medio vivir el resto de su vida (que sabemos o nos hacemos a la idea en casa) que no será mucha.

¿Ya dije que fue padrote y que conoció a su hermano gracias a una desgracia?, pues sí, luego cuento más, sólo quiero decir que siendo él un mocoso, se enteró de que aquel murió en una gran quemazón en el mercado de la Merced... era bombero, capitán primero.

El nació en el barrio de Guerrero, cerca del mercado Martínez de la Torre y seguro morirá en el barrio del Centro —el escritor Armando Ramírez asegura que esa parte, la calle José Joaquín Herrera, es parte de Tepito, aunque el codigo postal dice que es Centro Histórico—, de esta su bienamada Ciudad de México.

Recorrió el mundo, su mundo. No el que todos conocen, donde volando puedes arribar a Paris o Japón o Australia, no, el inframundo el de los desposeídos, en el que uno tiene que matar o morir para subsistir, el de la prostitución, de la delincuencia, el del trabajo duro. Donde el alcohol en una buena tarde te llueve del cielo hasta formar ríos de pulque y semen; donde se compra piel y coños frescos por unas cuantas monedas.

Él, el último de mis abuelos vivos, de quien tomo mi apellido de batalla, pronto morirá, espero que no sea en semana santa, porque si nó, confirmará mi desconfianza de Dios, de la vida, el destino o como quiera se lleme ese pinche animal ponzoñoso que se autonombra poder superior, ¿por qué? ¿un hombre/diablo debería morir en dias santos?

Morir en semana santa sería un regalo para él, Adrian Galicia Saavedra (con doble a, decía pedo y sobrio), y lo que es mejor/peor lo reinvindicaría como un ser humano que vivió según sus aptitudes o entendederas y fuerza para sobrevivir durante más de 84 años. Las estadisticas decían que debía ser carne muerta no más allá de los 25.

Por ahora rindo homenaje a ese medio cuerpo que se le murió y que tiene que arrastrar un rato más. Ten paciencia abuelo, como bien dices, pronto te llegará tu fiestecita...

miércoles, 16 de enero de 2008

Las alturas

Las emociones fuertes siempre fueron el postre que endulzó mi vida. Aún recuerdo cuando me animé a conducir a toda velocidad por el sendero lleno de precipicios y mis venas hinchadas de alcohol. En aquel entonces muchos me percibieron como un romántico incomprendido, sin embargo ahora sé que se trataba tan solo de un idiota con espíritu de mártir.

Esa búsqueda constante por alcanzar el más allá de forma trágica, me llevó a probar mil fórmulas que fueron de lo simple a lo complejo e incluso a lo cínico, y es que jugar a ser el amante de la esposa de un militar no es algo muy sano. En más de una ocasión estuvieron a punto de atraparme, pero al final siempre logré escurrirme.

Fue esa adrenalina, la misma que te lleva a sentir como si el pecho se abriera para abortar al corazón, la que me instaló al borde de un abismo para saltar con una simple promesa de “no se siente nada” como seguro de vida.

Nunca necesité esperanzas para hacer mis locuras, pero ahora, atado por los tobillos, escuchaba a un desconocido reconfortando mis temores con su cántico de “no pasa nada hermano, cuando creas que estás por romperte la madre contra las rocas, la cuerda se convierte en tu pasaporte directo a la resurrección. Es toda una experiencia”.

Aquella mañana no tenía nada que probarle al mundo, ni siquiera a aquel extraño que me empujaba con su mirada burlona y esa sonrisa retadora que se lanza a los cobardes cuando se les tiene entre la espada y la pared. Sin pensarlo más abrí los brazos, flexioné las piernas y salté.

Fue curioso como toda mi vida, los momentos alegres y tristes, inundaron mi pupila para luego filtrarse en el torrente sanguíneo y recorrer todo mi cuerpo, antes de comenzar a evaporarse por mi piel. De pronto ya no veía nada ni escuchaba el silencio de la caída libre, pero el viento aún seguía con su furioso oleaje sobre mi rostro, chocando con mis mejillas y arrancando algunas lágrimas de mis ojos.

Aún hoy no sé qué pasó. Me encuentro en algún lugar elevado, pero no es la cima de la montaña, ni siquiera el risco en las faldas de la cordillera. La vista pareciera llegar hasta el infinito, pero solo hay un ligero vapor que brinda una sensación de misterio a ese rincón donde me encuentro, pero que no reconozco.

¿Estoy soñando o es esa pequeña laguna que se forma en los sentidos, cuando el corazón hace una pausa ante una fuerte emoción y convoca a todos los órganos a una reunión de emergencia, para decidir si ahí renuncian todos al mismo tiempo o se suman al derroche de adrenalina para ver en qué acaba la película que aún siguen registrando las pupilas?

Hay un pequeño golpeteo que me arranca de mi limbo reflexivo y poco a poco me ubica en un cuarto de paredes teñidas de azul pálido. Hay luces apuntando a mi cara, mangueras que me anclan a varios aparatos que brindan un espectáculo de luz y sonido que, según entiendo, mientras todas esas máquinas sigan con su fiesta, yo aún tengo alguna oportunidad de vida.

Estoy fuera de mi cuerpo y lo miro con una cierta dosis de incredulidad, ¿cómo fue que me separé de mi estuche? No lo sé, pero ahí estoy, en la cima de esa fría recámara viendo cómo mi piel está intacta, sin un solo rasguño e incluso mi rostro se muestra alegre, emocionado, como posando para una fotografía en una fiesta de cumpleaños.

Por primera vez siento miedo y quisiera bajarme ya de esta densa nube que me mantiene flotando por encima de la plancha de operaciones. Tengo un leve cosquilleo en el pecho mientras miro cómo un médico juega con mi corazón, como quien aprieta una almohadilla de tela para relajarse.

Ahora sé que le tengo miedo a las alturas, que nunca más volveré a separarme del piso y que la única cima en la que quiero mantenerme es esa que vomita el electrocardiograma y que en cada pico alto confirma que aún estoy vivo... ausente de mi cuerpo, pero vivo; flotando en las alturas de mis temores, pero con la esperanza de aterrizar para matar ese gusto por la adrenalina que ahora está por enviarme a las alturas del más allá.

lunes, 14 de enero de 2008

Karma

A él nunca le gustó mentir, ni siquiera para simular que alguien no era de su agrado.

Una vez, siendo todavía niño, disparó a una lata de cerveza con un rifle de municiones prestado por un vecino. Su puntería era tan mala que ni siquiera rozó el cilindro de aluminio, sino que el proyectil fue directo a un nido de jilgueros recién entretejido.

Sorprendido por el ruido del cañón, apenas si vio caer algunos trozos de cascaron y un par de plumas color amarillo. De inmediato salió corriendo del jardín y no paró hasta refugiarse debajo de su cama. Temblaba como todo asesino casual y tenía miedo hasta de asomarse por la ventana, pensaba que al hacerlo encontraría cientos de mirillas enfocándolo y listas para dispararle a la cara.

Pasaron minutos, tal vez horas, cuando por fin salió de su refugio. Lentamente, como quien intenta atravesar una habitación sin hacer ruido para no despertar a los durmientes, pasó ante el ventanal de la sala y desde ahí miró que afuera no había nadie, que en el jardín probablemente ni siquiera se habían percatado de que yacía el feto de un plumífero al lado del cadáver de su madre, mientras el jilguero macho contemplaba la escena, tal vez triste, desde la rama donde alguna vez construyó el nido.

Nadie supo jamás o por lo menos jamás le reclamaron por el incidente del nido, pero el cargo de conciencia era grande, tanto, que desde aquel día se paraba frente a la ventana para rendir tributo a sus víctimas con una lágrima, mientras el jilguero seguía posado sobre la misma rama.

La honestidad con la que rigió su vida le abrieron cientos de puertas y lo llevaron a conocer al amor de su vida, una mujer de lindas formas y rostro de porcelana, como moldeado a mano, suave, terso y con un fascinante contraste entre el verde de sus ojos y el rubor natural de sus mejillas.

Al verla en los pasillos de la biblioteca en la universidad quedó impresionado y ella lo notó, lo sintió e incluso lo aceptó, pues la fascinación con la que era observada por aquella mirada entre melancólica y enigmática, le indicó que aquel hombre podría ser el indicado para compartir la soledad propia de quien crece en un orfanato, no por haber perdido a sus padres, sino por el arrepentimiento de una pareja adolescente.

Las tardes se llenaron de conversaciones en las que compartieron infinidad de historias, muchas relacionadas con los quehaceres escolares, pero la mayoría sobre el pasado de ambos, incluida la del abandono en la casa cuna cuando ella apenas tenía dos días de nacida.

Jamás supo quiénes eran sus padres y con el paso del tiempo dejó de interesarle la información, pero lo que sí quería conocer eran los motivos que los llevaron a dejarla en una instancia de gobierno, como quien dona la ropa que ya no le sirve o devuelve un objeto perdido que se encontró por casualidad.

Una tarde de otoño, cuando ella cargaba en su vientre al hijo de ambos, la conversación volvió al punto del abandono de sus padres y lo diferente que habrían sido las cosas si en vez de dejarla en el orfanato, la hubiesen abandonado en un bote de basura o en algún terreno solitario, tal como lo hacían las parejas en una moda fúnebre que reportaban cotidianamente los diarios antes de su sección de sociales.

“Finalmente creo que hicieron lo correcto, aunque no sé si fue por temor a cargar en su conciencia con la muerte de un ser al que crearon, pero que se negaron a conocer. ¿Qué se sentirá matar? ¿Alguna vez has matado?”.

Él, aunque acostumbrado a la verdad, pensó unos instantes, reflexionó y en seguida negó con la cabeza, la abrazó y le dijo al oído que jamás podría vivir con una carga de ese tamaño. Luego se despidieron con un beso y esa fue la última vez que se vieron, que se tocaron, que se sintieron.

Al otro día, justo en la ventana de la sala, ahí estaba él, con la mirada triste y las lágrimas que nublaban la vista hacia el jardín. El jilguero ya no estaba en la rama del viejo árbol y entre sus manos retorcía una y otra vez el periódico abierto antes de la sección de sociales.

“La mujer, quien se encontraba embarazada, murió al impactar su vehículo contra un árbol. Según los primeros reportes de los peritos, un ave se estrelló en el parabrisas y provocó que la conductora perdiera el control y se impactara de frente contra el único tronco del camellón central”.