martes, 12 de agosto de 2008

El traje gris

Hay quienes creen que la vida, tal como la conocemos, es tan solo un fragmento de algo más grande que de acuerdo con la actuación que tengamos en el escenario donde nacemos, avanzamos a un nivel superior o descendemos en la escala de las buenas almas.

Esta idea me la dijo alguien que conocí en el bar una noche lluviosa, una de esas en las que solo se antoja estar en casa metido en la cama. En vez de reposar opté por salir a caminar bajo la tormenta, como si de esa manera pudiera lavar los errores cometidos, las penas acumuladas.

Aquel hombre se refugiaba en un traje gris, tres o cuatro tallas más grandes, y tenía un fuerte olor a licor fermentado, a fluidos almacenados durante días que ahora buscaban escapar en cada movimiento.

Pensé que era un borracho, una víctima de la crisis ahogando sus lamentos y sus últimas monedas con el alcohol más barato. Al despedirse me dio una palmada en el hombro y preguntó si creía que yo recién comenzaba o me encontraba al final de mi propia cadena.

Después salió caminando con una perturbadora cadencia de tres pasos al frente y uno para atrás. Lo miré hasta que se perdió tras la puerta de madera y vitrales antiguos. No sé si lo hice por curiosidad o en un afán por entender lo que el tipo me quiso decir.

Analicé sus locuras mientras movía las copas de coñac sin encontrar la respuesta. Luego de mecerlas en mis manos por largo rato, me asomaba en la perfecta burbuja de cristal como tratando de sumergirme en ella, de purificarme, para poder entender la pregunta del enigmático hombre del traje gris.

Tal vez habían pasado seis meses desde que Luisa me abandonó y de apoco habían comenzado a aparecer personas extrañas en mi vida, en la oficina, en el club, en la casa y en el bar. Me negaba a pensar que todas ellas formaran parte de un macabro rompecabezas que trataba de triturar la mía.

La primera fue una mujer, no muy joven, delgada, de rasgos marcados y mirada penetrante. Con ella me crucé en el estacionamiento, por casualidad, esa misma con la que uno sonríe tratando de ser un cazador furtivo, sin saber que en realidad es la presa de alguien más astuto.

Después llegó la niña del club, una linda morena de rizos fabricados con tubos de plástico. De no haber sido por su ropa un poco fuera de moda, tal vez habría pasado desapercibida, pero su antiguo uniforme para jugar tenis la hacían destacar entre el resto de los infantes que jugaban a espadachines con las raquetas.

Al hombre del subterráneo no lo recuerdo bien. Si a caso puedo decir que su profundo olor a colonia y la piel que colgaba de sus mejillas, lo hacían parecer más un perro viejo de pelea, que un anciano recorriendo, quizás por última vez, los caminos por los que se habían escapado su infancia, su juventud y ahora también su vida.

Con los demás personajes no estuve claro si eran parte de ese plan para enloquecerme o simples coincidencias que se cruzaron en mi camino mientras aún buscaba la respuesta a lo que ya parecía más bien una maldición: ¿Recién comienzo o estoy al final? ¿Cómo saberlo?

La lluvia seguía con su intermitente caída, ya sin la fuerza de horas atrás, pero pintaba con destellos undulantes las farolas y le daba movimiento a las estrechas calles por donde se escuchaban, de vez en vez, algunas sonrisas y también lamentos ahogados con inútiles mordidas en los labios.

Llegué a casa y de inmediato sentí la pesadez de la soledad, los golpes de las fotografías apiladas en la mesa de la sala y los cuadros pintados por Luisa en los 10 años que duramos casados, plasmados a lo largo de sus nueve años de frustración provocada por mi impotencia, no sexual por su puesto, sino de no saber escucharla.

Me senté en el oscuro balcón para despedirme de la noche con un trago más y mientras juntaba los ojos en el fondo de la copa para verla vaciarse, un leve crujido en el piso de madera me hizo aguantar las últimas gotas de alcohol en la garganta. Era como haberle puesto pausa al efecto embriagador que resbalaba hacia mis entrañas.

De pronto ahí estaban los rostros de mis pesadillas, el hombre del traje gris, la mujer del estacionamiento, la niña del club, el anciano del subterráneo y dos tipos más, uno con aspecto de profesor fracasado y otro como de hippie reincidente venido a más.

A pesar de haber terminado mi copa y de tener la mirada clavada en el fondo de cristal, no me moví ni un centímetro. Dejé que mis oídos se encargaran de todo, de investigar quiénes eran esas personas y qué hacían en mi casa, alrededor de mi, colocados en círculo como si se tratara de un juego perverso donde sus dedos me señalaban.

Todos hablaban menos la niña de los rizos falsos. Ella solo me veía con aire compasivo, como quien observa al culpable que aún no sabe que lo es, pero que en breve será condenado a un severo castigo que ni siquiera imagina.

Poco a poco comenzaron a quedarse en silencio. El hombre del traje gris se limitó a decir que era caso perdido, que me había visto y que no tenía remedio. El viejo del subterráneo dijo desconfiar de lo que decía mi rostro, pero también aceptó benevolente, como gato lamiendo la herida con resignación, tener la corazonada de que podría sorprenderlos.

La mujer de rasgos marcados y mirada penetrante fue la más directa. Es el peor de todos, dijo, dista mucho de ser un buen principio y pinta como un final fatal. Ni siquiera puede decirse que se trata de un mal ejemplo para la parte media de la cadena. Considero que es una fase perdida y que deberíamos pasar al siguiente nivel.

La discusión entre todos ellos renació y yo, que aún seguía con el brazo empinado sobre mi rostro con la copa empujando mi cabeza hacia atrás, sentí cómo la niña de los rizos me hablaba casi sin mover los labios.

“Nunca han estado conformes y creo que los tiene frustrados el hecho de que nos mantengamos en un nivel inferior, cuando ya deberíamos estar más allá de la mitad. No te preocupes, no es tu culpa. Yo me resbalé al salir del club y hasta ahí llegó mi historia. Como fue un accidente, la cadena pudo continuar sin mayor problema… sin mayor problema, eso dicen, pero jamás me dejan opinar”.

Las voces comenzaron a hacerse más claras, todos hablaban al mismo tiempo, pero podía distinguir lo que expresaba cada uno. Si bien el anciano del subterráneo era el que más aportes había hecho a la cadena, el resto de “nosotros” se las había ingeniado para retroceder, para perder todo lo alcanzado en una vida anterior.

De pronto entendí todo. El hombre del traje gris había comenzado el camino y si bien no construyó mucho, sí dejó bases para que los demás avanzáramos. Después la mujer hizo un gran esfuerzo y, a pesar de los maltratos y abusos propios de la aristocracia francesa en tiempos de la revolución, nos había mantenido equilibrados, sin pérdidas.

Lo de la niña fue como una prueba suspendida, la cual tampoco acumuló ni restó puntos. El amargado profesor había sido una parte prometedora, pero su promiscuidad lo dejó muy lejos de lo que la cadena habría esperado de él y eso lo tenía más deprimido en su muerte que cuando estuvo vivo, lo que ya era algo de consideración.

El comienzo de la gran depresión, algo así como el eslabón negro de la cadena, fue el hippie reincidente venido a más. Sus ideas revolucionarias y los enfrentamientos con una sociedad cerrada hicieron pensar que habría un gran despunte, pero su rendición final al sabor del dinero, a los placeres que solo brindan satisfacciones en primera persona, terminaron por hacernos retroceder.

Ahora era mi turno. Estaba ahí en medio de todos, aún con la copa entre mis labios y la cabeza echada para atrás. Todos seguían discutiendo sobre si mi participación había sido tiempo perdido o se podía rescatar algo, cualquier cosa, aunque fuera con mis intenciones de ser un buen consejero matrimonial que no logró salvar a ninguna pareja y que al final hasta perdió la propia.

Todos éramos parte de una misma cadena y me alarmó saberme cómplice de un grupo de perdedores que, desde la tribuna, asistían en cada nacimiento al desarrollo de otra esperanza que se apagaría sin dejar la menor estela de éxito. Eso no podía ser. Podría soportar tener una vida mediocre, pero una muerte sumido en la decepción, jamás.

Arrojé la copa contra la pared y solo al estrellarse logré que mis otras vidas guardaran silencio. Me subí al borde del barandal del balcón como para dirigirles un amplio discurso sobre lo que debíamos haber hecho y que dejamos pasar por ceguera, por descuido o por simple desinterés.

Sin embargo solo me limité a observarlos a todos y me despedí con un leve encoger de hombros. Nadie dijo nada, si acaso la mujer de rasgos delgados me mandó un último mensaje con su mirada penetrante: imbécil.

La niña de los rizos me tomó de la mano y juntos saltamos… le dimos color al traje.