domingo, 11 de marzo de 2007

La tiza

Por Iván Carrillo

Tengo que encontrar la tiza negra, no puedo permitir que se borre la silueta. ¿Por qué tengo que enfrentarme a esta lucha cada que empiezo a sentirme tranquila? ¿A caso es el precio que debo pagar por un poco de paz, por un poco de sueño relajado… por un poco de felicidad?

Aún recuerdo cuando encontré mi primera tiza. Estaba al lado de mi padre y jugábamos en el parque. A mi me gustaba correr entre los árboles, moviéndome con pasos laterales, como si bailara un vals con todos aquellos robles, chambelanes de lujo para una niña con ilusiones de mujer.

Entre paso y paso, mientras transformaba el silbido del viento en dulce música, encontré la primera tiza. Estaba ahí tirada, entre las hojas secas que habían logrado mantenerse en una esquina de la vieja banca de metal oxidado. La punta era muy fina y se distinguía perfectamente entre la piel vegetal marchita por el otoño.

El sol aún se colaba entre las copas de los bailarines, ahora inmóviles, y fue entonces cuando descubrí ese pequeño muro, enterrado entre los matorrales. Tenía una superficie entre verdosa y grisácea; era áspera en una de sus caras y un poco porosa en la parte plana, sin embargo era perfecta para plasmar lo que yo quisiera: mis sueños, mis emociones, tal vez un corazón con el nombre de aquel niño lleno de pecas, ese que me hacía sonrojar cuando entraba a comprar estampas de luchadores en la tienda de mi madre. Todo eso lo podría dibujar ahí.

Pasaron los días y de pronto mi padre se fue. No me dijo adiós, no me mandó ese cálido beso que solía arrojarme desde la puerta, antes de prometerme volver a la hora de la comida. Nunca entendí qué fue lo que pasó, ¿será que no me porté bien y ese fue mi castigo? ¿Robarme los dulces de la tienda y esconderle la ropa a mis hermanas fue motivo suficiente para recibir una reprimenda de esa magnitud? Después de tantos años, todavía no encuentro la respuesta.

El primer dibujo que hice fue la silueta de mi padre. Se veía alto y gallardo. Estaba de espaladas, tal y como lo recordaba en aquel último día en el parque, cuando giraba entre los árboles y él trataba de seguirme. Aquella imagen a contraluz quedó marcada en mi memoria y así lo plasmé en mi muro.

Qué fácil era encontrar tizas. Antes bastaba con agacharme cerca de la vieja banca oxidada para recoger los trozos de carbón y piedra, pero ahora ya no encuentro ninguno. Llevo toda la noche rascando la tierra con mis uñas, removiendo las hojas con los pies y remojando la banca con mis lágrimas.

La primera vez que me dibujé llorando fue cuando el tumor de la tristeza fue creciendo en mis entrañas. Tenía pocos años de no ver a mi padre y fue cuando sucedió. Sólo recuerdo una luz intensa en el techo que poco a poco se fue desvaneciendo. De pronto todo se oscureció, la boca se me hinchó y lo último que escuché fue “ahora empecemos a operar”.

Ese dibujo de mis lágrimas junto a la silueta de mi padre jamás se borró, de hecho, parecería que con el paso del tiempo las figuras se tatuaron en el muro. Después de eso pasó mucho tiempo antes de que volviera a pintar figuras completas. Hubo infinidad de bosquejos que por falta de tiempo nunca terminé o que simplemente desaparecieron ante el embate sin tregua de las lluvias del olvido.

Falta poco para el amanecer y sigo sin encontrar la tiza. Ya busqué en todos los rincones cercanos y no hay nada, ¿qué voy a hacer si ya se terminaron? ¿Será posible que no pueda volver a pintar? Todos mis recuerdos están aquí y dejar de trazar los nuevos detalles sería como dejar una obra inconclusa.

Tal vez estoy un poco nerviosa y sólo necesito concentrarme para encontrar ese pincel que tanta falta me hace. Hay tantas cosas que debo delinear en el muro y falta tan poco para el amanecer, que no sé si tendré el tiempo suficiente. El frío comienza calarme en los pies, pareciera como si estuviera descalza.

Tendría como veinte años cuando se me ocurrió dibujar a otro hombre. En ese entonces era como si mi sueño se hubiese transformado en carne y sus besos aderezaran la ilusión que tuve desde niña. No cabe duda, fueron momentos tan felices, que bien valía la pena plasmarlos, sobre todo porque el fruto de ese cariño fue como un baño de aceite de olivo para el muro, fue como si desde entonces las líneas marcadas tomaran un relieve que jamás se perdería.

Sin embargo el viento y el polvo terminan por resquebrajarlo todo. Yo pensaba que el muro era capaz de resistirlo todo, las inclemencias de la vida y mucho más, pero un buen día se partió. No lo podía creer, ver mis pinturas separadas me dolió tanto, que pensé estar enloqueciendo.

Con el Jesús en los labios invoqué al cielo pidiendo una respuesta y no sé si fue la forma de pedir o a quién se lo pedí, pero logré mantener la cordura. Decidí que la parte pequeña del muro, que era la que tenía mis dibujos más preciados, donde estaban mi padre y mis hijos, se quedaría intacta a partir de ese momento; únicamente rayaría en la parte más amplia.

Oigo voces que no logro entender, pareciera que algo distorsiona todos los sonidos, pero no puedo detenerme, el tiempo apremia. Ya busqué en cada uno de los rincones y no hay nada. Removí las pesadas piedras cercanas a la banca, me fijé en los troncos caídos, pero no aparece ninguna. No puedo permitir que la silueta se disuelva con el viento, es la más importante de todas.

Recién nos habíamos acostado después de un largo día, todavía repasaba en mi mente los trazos que haría en pocos días. Este dibujo tendría que ser especial, incluso más que el de mi padre, por eso no podía omitir detalles. Fue entonces cuando un grito despertó a todos los demás y de inmediato comenzó el movimiento en la casa.

No estábamos asustados, por el contrario, era un grito que todos habíamos esperado por meses y finalmente estaba aquí. El alarido representaba la alegría de la vida y el dolor que cuesta ser felices, era como un cuadro de Frida recién pintado y el grito le daba bocanadas frescas para secarlo.

Convertirme en abuela fue uno de los momentos más importantes. Cuando nacieron mis hijos, el mundo cambió, pude entender muchas cosas y también nació en mi el coraje que nunca antes tuve para defender lo que quería, para defender mi muro y tratar de darle la mayor cantidad de momentos posibles, para llenarlo de metas realizadas.

El sol ha comenzado a asomarse, el tiempo se ha terminado y si no logró rellenar mi nueva silueta, todo se habrá terminado. Ya no me queda aliento para seguir corriendo, para seguir buscando. Estoy cansada, mis manos no me responden. Me siento a contemplar el muro y no puedo sino sentirme satisfecha.

Ahí están los momentos más importantes de mi vida. Están los días con mi padre, las travesuras con la negra, mi hermana. Están mis hijos, sin duda las satisfacciones más grandes de mi vida; también está mi gran amor, ese que tardó casi toda la vida para llegar, pero que finalmente arribó.

Creo que nunca antes me detuve a admirar mi obra maestra. Para muchos pueden ser trazos insignificantes, figuras sin sentido, pero para mi son lo más grande que me pudo pasar. Al final está esa pequeña silueta, es mi nieta entrelazando sus deditos, tal y como lo hacíamos para jugar, para sonreír, para ser felices. “Witzy, Witzy araña tejió su telaraña, vino la lluvia y se la llevó. Luego salió el sol, se secó la lluvía y Witzy, Witzy araña otra vez subió”.

El sol está aquí. Pensé que podría dibujarme a mi misma levantándome de esta cama que me ha abrazado con furia y que se niega a soltarme. El sol está aquí, la figura está incompleta y creo que jamás la terminaré.

Un último suspiro, necesito jalar aire una vez más, llenarme de vida para dar el paso final. Antes me angustiaba la idea de dejar inconclusa mi obra, pero ahora que la admiro, no hay nada más que agregarle, están todos los elementos, es el trabajo de un experto, de alguien que se entregó al máximo para culminar ese muro que soy yo… que es mi alma. El sol ya está aquí.