miércoles, 21 de marzo de 2007

El comienzo de mi vida

El día pintaba para que lo pasara de nuevo de forma solitaria. Ya el día lunes, había estado todo el día en casa pensando constantemente qué generaba mi depresión. La microcirugía que me extirpó mi lunar el día viernes pasado, realmente no ameritaba que no asistiera a trabajar el lunes. Sin embargo, debido al estado depresivo en el que me siento, y la situación tan incómoda que me provoca la oficina me llevó a decidir faltar al trabajo. Debido a que jamás falto y a que realmente traigo una gasa que cubre el sitio en el que estaba mi lunar, fue fácil quedarse en casa bajo esa excusa.

Estar en casa me hacía sentir muy bien anímicamente. Desperté, preparé el desayuno a mi esposa, eché ropa a la lavadora e inclusive hice un poco de bicicleta. Sudar un rato me hizo sentirme muy cómodo y feliz de estar en casa. Tremendamente cómodo. Me sentía en la independencia total. Esa que tanto anhelo mientras estoy en la oficina encerrado, sin poderme salir pero sin grandes cosas que me ocupen en mi labor diaria. Constantemente platico con Betty, una compañera en la oficina —Híjole, tantas cosas que tengo que hacer y estoy aquí encerrado todo el tiempo—.

El desgaste es tal que muchas veces hay que salir de no hacer nada en todo el día y salir disparado a la seis de la tarde, para que no te cierren la tintorería, para ir al súper, para ir al doctor, para llegar a lavar y alcanzar un poco de luz del sol, para hacer muchas, muchas cosas. Me siento como un perro que está en un jardín grande, grande, en el que podría saltar, jugar, correr, brincar pero con un pequeño y gran problema: tiene una cadena en su cuello que solo lo deja mover unos metros. Esa es la sensación que me invade a diario.

Terminé de hacer ejercicio y me metí a bañar. Terminé y a las once de la mañana mi casa lucía preciosa. Los vientos que han azotado a la ciudad estos días han dado a los rayos del sol una luz brillante, encendida y casi desconocida para quienes habitamos una ciudad con un aire tan sucio prácticamente todos los días del año. La luz resaltaba el color de las plantas en el pasillo y en la ventana del departamento. Los colores de mi casa se mezclaban en una sinfonía exquisita para la vista. El beige, la arcilla y el verde de las plantas me transmitían una paz inmensa. Estaba muy feliz en casa. Muy feliz, como todos los días en los que estoy ahí en compañía de mi esposa.

Desayuné un poco de fruta y me dirigí a mi estudio para comenzar a trabajar en la edición de un video que aún no termino. Trabajé muy inspirado e inclusive pude entender muchas herramientas del software que antes no entendía. Al mismo tiempo me conecté a Internet y pronto comencé conversaciones por chat con más de trece personas. Luego sonó el teléfono de casa, y casi al mismo tiempo el celular. Es difícil atender tantas conversaciones al mismo tiempo con tantas personas y saber de qué están hablando cada una de ellas.

Finalmente el nudo de atención se va deshaciendo y poco a poco entablo un diálogo con todos y al mismo tiempo trabajo. Es como si mi cerebro fuera abriendo cada vez más canales por los que fluye una u otra información. Podría decir que mi cerebro en ese momento es de banda ancha. La maquinaria cerebral se va aceitando. Funciona cada vez mejor. Las ideas fluyen más rápido que lo que mis dedos pueden teclear. Con las teclas formo mensajes que arranco de mi cerebro y pego en una ventana de diálogo con las personas allegadas a mi. Por si esto no bastase, mi teléfono celular timbra indicándome que hay tres mensajes de texto de distintas personas. Casi al mismo tiempo escribo una a una las respuestas en el teléfono, y por otro lado, la pantalla de la computadora me indica con un parpadeo que ya más de siete personas están esperando mi mensaje y que las otras seis están escribiendo un mensaje.

Pero ¿cómo es posible? Estoy solo en casa y realmente no estoy solo. Es más, no puedo atender a toda la gente con el centralismo que yo quisiera. La pantalla parpadea, el ruido del tecleado al ser golpeado por mis dedos inunda el estudio. El teléfono de cuando en cuando vibra y, celoso, me pide a gritos que mis dedos pronto escriban un mensaje de texto.

Me siento aturdido por tanta plática. Uno de los mensajes de texto es de mi hermana Rosy. Tengo ya tres semanas de no verla y preocupada por mi salud, me avisa que irá a verme. A la una y media de la tarde recibo un mensaje al celular: YA LLUGDE... Así lo escribió. Quizá por caminar y escribir el mensaje no era claro pero por supuesto entendí que estaba ya abajo en la puerta. Asomé por la ventana pero no vi nada y unos golpes en la puerta me indicaron que alguien le había abierto la puerta de acceso al edificio.

No es porque sea mi hermana pero cuando abrí miré a una mujer preciosa. Pantalón negro y un saco y blusa roja que resaltan su cabellera rubia. Y una enorme sonrisa le iluminaba su rostro. Se acercó de inmediato a mi y sin mediar palabra me dio un abrazo largo. Miró mi herida y su eterno y cariñoso: Marrana Marrana. Toda mi etapa adolescente fui molestado por ella pues me decía que estaba gordo y que parecía una marrana parada.

Con los años —pero por desgracia el tiempo le dio la razón— esa frase la utiliza para saludarme cariñosamente. En ocasiones y cuando estoy en reuniones en la oficina o en asuntos que requieren de mi seriedad, entran mensajes a mi teléfono que no dicen nada más que: Marrana Marrana... La risa explota delante de cualquier persona, así sea mi jefa o quien sea, me río. En ocasiones es el único mensaje que recibo de ella al día pero no pasa un día sin que lo reciba. En defensa propia le contesto: Marrana, marrana...mi hermana...la Rosa... Esas frases se han convertido en parte de nuestro saludo.

Eran casi las dos de la tarde cuando llegó a casa. Pronto comenzamos una plática llena de trivialidades sobre si había o no tráfico, si hacía o no calor. Sin darnos cuenta llega la hora en que mi esposa está de regreso a casa porque va a comer conmigo. Tanto lunes como el martes regresó a comer a casa. Dado que recibiremos nuestro sueldo en julio o agosto hemos decidido hacer de comer en casa, aunque eso implique gastar un poco más en gasolina.


Escuché pronto como las llaves se insertaban en la chapa de la puerta. Me levanté y me acerqué para abrirle. Cuando lo hice le dije a Nagtchelli: “Espera hay una mujer conmigo en casa....” Su semblante cambió y se puso seria. Abrí de par en par para que observara hacia el interior y mi hermana hasta se acomodó muy seria en el sillón. Cuando Nagtchelli vio quien era hasta suspiró —Ay...yo dije ¿quién es?...Ambas se rieron.

Comimos y platicamos de cómo estamos en el trabajo los tres. Cada uno expusimos cómo nos sentimos y tanto mi hermana como mi esposa —desde hace unos días ya— notaron mi estado depresivo. Sin embargo me sentía muy contento el día de ayer, en casa, en compañía de mi hermana y de mi esposa. Pronto llegó la hora en la que debía regresar al trabajo Nagtchelli y volvimos a quedarnos solos. Me ayudó a recoger y a barrer mientras yo lavé los trastes, claro, al mismo tiempo platicábamos de toda nuestra familia: los problemas de mi papá, de mamá, de mis hermanos y mis cuñados. No faltó uno solo. A todos los mencionamos.

El viento movía las copas de los árboles y las ramas golpeaban la ventana de casa. Pronto se acabaron las labores del hogar y le mostré todo aquello en lo que estaba trabajando. Le gustó mucho. A nadie, fuera de mi esposa, le había mostrado la fototeca familiar que tengo almacenada en mi computadora. ¿Qué sensación le habré despertado para contarme toda esa historia?

En la carpeta de Mis Documentos, he hecho una fototeca para cada uno de mis hermanos. Así, tengo una carpeta de archivos para Samuel, Norma, Rosy, la propia, Alberto y Gabriel. Ahora que la familia ha crecido tengo otra para cada familia integrada. Cuando entré a la carpeta de Rosy Linares desplegó una gama de fotos desde que ella tenía cuatro años. —Aaaaaaaaaay....esa foto....estaba yo bien chiquita— Se hizo un breve silencio y su mente viajó....Viajó a mis orígenes....A mi historia en este mundo. Me remonté hasta el vientre materno mientras clavaba mi vista en los ojos de Rosy.

Mamá con seis meses de embarazo camina cerca del centro comercial Plaza Satélite con mi hermana de cuatro años de edad. Mi hermana luce así, justo como en la fotografía: delgadita y un cabello negro con corte redondo. Mamá camina a toda prisa con los pantalones de pana dentro de las botas. Casi arrastra a Rosita mientras le dice: —¿Ya ves? Tú tanto que quieres a tu papá y mira él no te quiere— Rosy hace una cara de incredulidad. No termina de creer lo que está escuchando de boca de su madre. Solo mueve la cabeza diciendo que no como queriendo sacudirse esa pesada loza —No es cierto mi papito si me quiere— reclama a mamá —Pues ya ves que no. Ahorita vas a ver— le responde muy enojada mamá. Caminan más aprisa por entre los carros estacionados afuera del centro comercial.

—Tu papá está ahorita con tu otra mamá. Ahora los vamos a ver— ¿Qué pasaba por la mente de mamá? ¿Por qué llevar de la mano a —en ese entonces— la mas pequeña de su hija? ¿Por qué ir con poco más de seis meses de embarazo a encontrar a papá? ¿Por qué exponerse a abordar el transporte público en ese estado físico?

Los recuerdos de mi hermana no llegan a más. Solo se recuerda muy triste en el estacionamiento del centro comercial y después se ubica en el camión que la lleva de regreso a casa en compañía de mi madre. Parece que la veo sentada en el camión jugando con una muñeca de trapo mientras mi madre mira hacia la ventana hundida en sus pensamientos. Pronto llegan a casa y Rosita juega con mis dos hermanos que aún no conozco. Samy y Norma reciben a mamá con cariño y Rosita no sabe cómo contárselo a sus hermanos. Mientras yo en el vientre materno incomodo a mi madre con algunos movimientos.

La noche llega sin anunciarse y pronto se escucha a mi padre levantar la cortina del garage en el que estacionará el volkswagen 74. Mi padre sube de nuevo al coche y entra a casa. Desciende para bajar la cortina y su sorpresa es mayúscula cuando al girar mi madre está frente a él. Su rostro está desencajado y está profundamente enojada. En las manos tiene algo que yo me empeño en no mirar. Desde el vientre materno las miro apuntando hacia mi. Mi madre tiene unas tijeras en sus manos y amenaza a papá: —Dime que andas con otra porque sino ahora mismo me mato y mato a mi bebé—

¿Cómo me sentiría en el vientre de mamá? ¿Hay alguna conexión entre la emoción de mamá durante su embarazo de mi y lo que pude o no pude desarrollar después? Yo creo que sí ¿Es por eso que a veces tiendo a ser depresivo? ¿Será por eso?

Las manos de mamá apuntan hacia su vientre. Quizá en ese momento yo estaba dormido o flotando en mi líquido feliz de llegar a este mundo ya en pocas semanas. O quizá, lloro mientras observo el filo de ese objeto apuntando hacia mí. Veo la muerte tan cerca. ¡Apenas tengo seis meses! ¡Déjenme ver cómo es la vida allá afuera aunque sea un momento! ¡Déjenme llenar de aire mis pulmones aunque sea unos segundos!. Ahora veo que mi padre se enfada y toma a mi madre de las manos. Le arrebata las tijeras y la toma por los cabellos.

Su vientre retumba —¿Qué sucede allá afuera? ¿Por qué tanto ruido allá arriba?— La escena y los ruidos que mira Rosy son muy distintos. Sostiene a su muñeca desde las trenzas que tanto que le gusta peinar y sus mejillas arrojan unas lágrimas que alcanzan su pecho. Mi padre toma de los cabellos a mamá y la azota contra el muro muchas veces. La sangre escurre por el rostro de mamá y mis hermanos Norma y Samy al ver la escena corren a morder y a patear las piernas de papá. Samy patea y muerde la pierna izquierda y Norma muerde el brazo que golpea a mamá.

Rosy no recuerda más. Con el rostro empapado en lágrimas corre a la recámara y huye a su escondite, aquel que siempre se hace presente cuando se siente vulnerable o en peligro.

Entra veloz a la habitación y se mete debajo de la cama. Ahí se queda mientras su vista le ofrece cuatro pares de pies que se mueven agitadamente hasta que todo queda en calma y solo el llanto de mamá se escucha por toda la casa. Mis hermanos mayores de —en ese entonces de seis y cinco años— abrazan a mamá y le limpian sus heridas.

Desde adentro no escucho nada. Solo sé que mamá se siente muy triste y yo también porque quiso asesinarme. ¿Influirá todo esto en mi personalidad? En vida he visto solo una vez a papá golpear a mi madre y casi me lo como de puro odio. Mientras escribo estas líneas mis manos tiemblan al recordar una escena que viví desde el vientre materno, aquel que me había protegido durante casi siete meses. Quizás haya pensado ¿Así será el mundo? ¿Por qué papá golpea a mamá? ¿No soy fruto de su amor?

Rosy termina de contarme sus recuerdos mientras observamos su foto. Su rostro se ha vuelto triste, muy, muy triste. De hecho lloro mientras me lo cuenta. Nunca mis padres se atrevieron a contarme esto. Quizá para evitarme la pena de sentir lo que siento ahora. Aterrizamos 30 años después y la tristeza ha inundado mi estudio. Sus garras nos han alcanzado y cuando termina la historia un silencio se apodera del ambiente. Fue tan fuerte que sacó cualquier ruido en metros a la redonda.

Termina y una lágrima escurre por su mejilla. Nos miramos y nos brindamos una sonrisa mutua. Una sonrisa de apoyo, de nostalgia, de infelicidad, de respeto y de admiración por lo que hemos hecho de nuestras vidas a pesar del desamor de nuestros padres.

Concluimos que con los años esa sería nuestra cruz: cuidar, desde pequeños, que mis padres no se maten un día de estos. Que no acaben con sus vidas físicas pues las emocionales murieron desde el día de la boda de mamá. —Carajo, si apenas trabajaba en una audiovisual familiar que presentaría a mis padres— le dije a Rosy. Durante la noche pensé ¿No me habrán arrancado algo desde pequeño? ¿No habrán arrancado la idea de que el amor nos mueve a todo y contra todos? ¿No habré desarrollado inseguridad por esas cuestiones? No sé cuántas de estas preguntas tengan una respuesta certera y ni siquiera sé si todo haya tenido una implicación. Lo que sí sé es que fue una mala bienvenida a este mundo. Quizá, sin saberlo, ya nací triste.

Con respecto a mis padres...No pueden quejarse de sus hijos pues no hay uno solo que haya sido malo. Crearon hijos con características poco parecidas a las suyas. A pesar de las dificultades y de las adversidades de todo tipo que vivimos siendo niños y aun adultos, nos hemos desenvuelto hasta ser realmente buenos en la profesión que desempeñamos, además de ser buenas personas con nuestras parejas en todos los sentidos de la vida.

Eso es lo que concluyo de la plática con mi hermana y de observar su belleza empañada por la tristeza. Debo agradecer a Dios por convertirnos en lo que somos. Pero sobre todo debo darle las gracias a ellos...

Gracias a cada uno de ustedes por ser un cincel en la escultura de mi carácter.

Con todo cariño, amor y admiración para mis hermanos: Samy, Norma, Rosy, Alberto y Gabriel....Los quiero mucho...su hermano Eduardo.

1 comentario:

https://puratintapura.blogspot.com/2018/11/algo-se-murio-en-mi-con-la-partida-de.html dijo...

KMR LALO, STUVO CHIDO, AUTOBIOGRÁFICO?, NO, NO RESPONDAS, DA IGUAL, TRAE CARNE Y SANGRE...
MG