martes, 17 de junio de 2008

El ringtone

Hace tiempo que me cuesta trabajo recordar las cosas, las fechas importantes y hasta los nombres de mis mejores amigos, de mi familia. Sé lo que están pensando, pero no, no estoy enfermo, es tan solo que dejé en el olvido los ejercicios de la memoria y ahora me encuentro sumido en este pantano de incertidumbre.

Si acaso tengo breves destellos de lo que alguna vez fui e incluso creo tener conciencia de cuándo comenzó a crecer el hoyo negro que se tragó mis recuerdos. Estaba parado en el baño de la oficina orinando, como quien le confiesa algo al techo, mientras el agua expulsada de mis entrañas se colaba por los filtros de plástico que encierran una pastilla perfumada.

Hacía tanto frío que podía sentir el amarillento vapor rebotándome en la barbilla. Tenía los ojos cerrados cuando de pronto sonó el celular. No es posible que un ritual tan sagrado como vaciar los riñones se interrumpa por un vulgar ringtone, esos que acompañados por una intermitente vibración, hacen imposible ignorar el requerimiento del inconciente al otro lado de la línea.

Apretando los dientes, con el semblante endurecido y todavía con los ojos cerrados, intenté tomar con una mano el teléfono abrochado a mi cintura, mientras con la otra echaba las últimas bendiciones al inmaculado mueble blanco. Entonces vino la desgracia. El celular volvió a vibrar y me provocó tal cosquilleo que lo solté.

Aún no abría los ojos cuando por instinto me agaché a tratar de recoger el aparato del suelo, pero por coincidencias de la vida éste no estaba ahí, sino en la cuneta del orinal y me di cuenta porque justo en ese momento el ojo infrarrojo dejó de percibir mi figura y comenzó su descarga limpiadora justo cuando el celular emitía las últimas notas de su ahora ahogado ringtone.

Intenté rescatarlo de inmediato y tomar la llamada para reclamarle al imbécil del otro lado… “¡ves lo que hiciste idiota!”, me habría gustado gritarle, pero su mensaje no me dejó continuar.

“Escucha bien lo que te voy grsh grsh grsh vas a grsh grsh grsh, así que mejor no vayas a grsh grsh grsh, por que si no, ahí mismo te grsh grsh grsh. Y si pides grsh grsh grsh… te voy a grsh grsh grsh”.

De inmediato traté de mirar el identificador para ubicar el número de procedencia, pero solo alcancé a ver la pantalla electrónica manchándose de tinta y llevándose con ella toda la información vital en mi vida: el número de las pizzas, el servicio de taxis, mis amigos del club de dominó y hasta el de mi madre.

Ese fue el principio del fin. De pronto no tenía vida, no recordé el código de acceso a mi oficina ni a mi computadora y mucho menos la clave de la puerta del automóvil. ¿Cómo era el número secreto del cajero automático? ¿Cuál era la dirección de mi casa? Toda la información del GPS se fue por el caño.

No sé cuánto tiempo ha pasado, mi mente está en blanco. No sé mis dígitos del seguro social ni las palabras clave para abrir mis correos electrónicos, todo se desvaneció con el teléfono celular y aunque lo contemplo deseando que se tratara tan solo de un sueño, aún sigo ahí en el suelo, con las piernas en posición de flor de loto como abrazando a mi teléfono móvil, como esperando un milagro y que el ringtone vuelva a sonar.

La pantalla del moribundo sigue sin encenderse pero aún tiene línea; marco el número de emergencia pero antes de conectar la llamada, el teléfono suelta su tradicional tono de apagado “tun tun tun tun tuuun”.

No tengo vida, mi mundo acabó. Estoy encerrado en un baño velando el cuerpo inerte de mi memoria virtual y no me atrevo a salir, porque mi memoria está húmeda y ahora mis pantalones también.

Iván Carrillo