miércoles, 4 de junio de 2008

Carta de amor (con remitente conmovido)

Entre ella y yo hace tiempo que no existen secretos. Somos como esa especie de amantes en extinción que se entregan por completo en sus encuentros furtivos, porque saben que no hay nada seguro para la siguiente noche, porque entienden que el secreto de su pasión radica en la posibilidad, quizá remota, de volver a transpirar juntos.

Describirla resulta tan sencillo y complicado a la vez, tan elegante y vulgar, como decir que se trata del amor de mi vida y de la puta más fácil que me haya hecho suspirar. Hasta hoy no encuentro un momento de intensidad en mi pasado en el que no esté presente su esencia, la textura su piel y el agrio olor de su aliento.

Como en los romances épicos, el nuestro comenzó cuando descubrí que me espiaba, cuando la sentí observándome en cada una de mis juergas, esas que muchas veces terminaron entre botellas vacías y oídos saturados de tristes historias, relatos que hicieron llorar por lo absurdo de su contenido, más que por la sensibilidad de los detalles. Al final ella estaba ahí, comprensiva e indulgente.

También me siguió en los momentos de soledad, cuando los vacíos del alma se intentan llenar con flagelos lanzados por la voz interior y que se curan con escupitajos de la conciencia. Ahí estuvo ella, en silencio, al momento de entender que se trató tan solo de una estéril noche de insomnio.

Así creció lo nuestro, entre intercambios de murmullos, lunadas de placer y golpes en el rostro, en las rodillas, en la nuca y hasta en los genitales. Nos amamos tanto como para perdernos el respeto y recuperar el cariño al momento de estar mirándonos nuevamente, solos ella, yo y nuestro costal de recuerdos.

Después llegó la separación. Fue algo imprevisto. Juro que jamás lo pensé y que nunca tuve tiempo de confesarle mi partida. De pronto dejé de sentir su respiración resoplando en mi nuca, su saliva tibia resbalando por mi frente y sus ásperos dedos provocándome fantasías en cada esquina.

Me sentí culpable por abandonarla, pero también gocé estando lejos de ella. Sí, me dejé seducir por otros contoneos, me entregué a los placeres mundanos en otras aguas, pero su imagen, como antes, como siempre, estuvo ahí para recordarme que mis mejores momentos los viví con ella, sobre ella... dentro de ella.

Pasaron muchos años, seguro más de diez, cuando de pronto volví. No sabía qué iba a encontrar, ni siquiera imaginaba si al verme me abrazaría o me golpearía la nariz, como tantas veces, para cobrarse con sangre la cuota de la traición, del abandono.

Al llegar caminé con pasos cortos, como quien intenta reconstruir con la memoria los espacios que alguna vez le dieron forma a mi vida, la nuestra. Me deslicé entre las calles por las que tantas veces me vio reír, tropezar e incluso caer, pero de aquellos muros en donde tantas veces recargué mi frente para descasar, para pensar, para llorar, ya no queda nada.

De pronto me detuve frente a un edificio de espejos y observé mi reflejo borrándose mientras el sol ahogaba sus últimos rayos entre cerros con piel de asfalto.

Pensé que ella jamás me reconocería, pero de nuevo seguía mis pasos en silencio, sin reclamos. Ahí mismo, frente a la puerta de cristal, descubrí que no se vengaría con un puñetazo en el rostro y mucho menos con cruel indiferencia.

Esta vez fue implacable, porque me mostró que mientras mi silueta, anciana, cansada y encorvada, se perdía con el ocaso, la suya se levantaba más grande que nunca, fuerte, jovial y lista para ver partir a los ilusos amantes que algún día habrán de volver, vencedores o vencidos, pero viejos, con los recuerdos destiñendo sus cabellos y un letrero de “Bienvenidos a la ciudad del nuevo siglo”, envenenando su nostalgia.

Iván Carrillo

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